Hoy es un día muy especial para mí. Hoy, 30 de Julio, se celebra el día Mundial de la Amistad, y es por esto que he querido escribir un relato para celebrarlo. Originalmente este relato está escrito para L'as cagao Lorrie Moore, blog corporativo en el que participo con mis compañeros del máster y cuyo enlace es este: https://lascagaolorriemoore.wordpress.com/2015/07/30/once-miedos-y-un-abrazo/
Espero que el relato os guste tanto como me gustó a mí escribirlo y que sigáis atentos a lo que voy poniendo por aquí. Feliz día de la Amistad a todos.
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Estábamos
en la puerta de su casa él, mi mejor amigo, y yo, los dos solos. Me estaba
despidiendo de él, pues se iba a Nueva York de vacaciones con su familia. Siempre,
desde que nos conocíamos, habíamos fantaseado con ir a la gran manzana juntos,
pero yo, que no tenía trabajo, no podía costearme el viaje, y además él iba con
sus padres y su hermano pequeño. Yo me quedaría en el pueblo, esperando su
vuelta y las anécdotas y fotografías que trajera consigo. Marcos vio en mi cara
que estaba algo alicaído, y me dijo:
−Tranquilo,
Jaime, volveré en diez días y te traeré algo de allí.
Sonrió
y yo sonreí.
−
¿De veras que volverás?
−Claro
que sí, tonto.
Me
sorprendía la capacidad que tenía para conocerme de una forma tan profunda y
certera con el poco tiempo que llevábamos siendo amigos, pero me encantaba
aquello. En realidad nos conocíamos de toda la vida: íbamos al mismo colegio,
pero la diferencia de edad que ahora no nos parecía nada en aquellos tiempos
era abismal, de tres cursos. Hacía dos veranos, cuando él tenía diecisiete y yo
veinte, habíamos coincidido en una fiesta y habíamos empezado a hablar.
Vivíamos cerca el uno del otro y nuestras conversaciones empezaron a no tener
fin ya que no se nos acababan los temas de conversación, y si lo hacían, uno de
los dos inventaba algo de lo que hablar. Creo que vimos juntos todos los
amaneceres de aquel verano. Supongo que no era tan raro que me conociera tan
bien y que yo lo conociera tan bien a él.
Sabía
que yo era muy aprensivo y que vivía en un huracán de miedos que no me dejaban
dar dos pasos sin devolver uno. Sabía que iba a tener un nudo en el estómago
hasta que lo viera de nuevo y que probablemente me hartara de llorar aquella
noche. Sabía de la importancia que tenía para mí, y aunque gustara de hacerse
el duro, yo sabía que en el fondo también le costaría despedirse de mí.
Aunque
viviéramos separados la gran parte del tiempo, pues él estudiaba en una ciudad
y yo en otra, hablábamos a diario por teléfono y procurábamos pasar tiempo
juntos cada vez que podíamos. Y aquél verano llevábamos quedando todos los
días, a veces solos y otras veces con más amigos. Una vez vino su chica, Lucía,
de la ciudad. Me dijo que me conocía antes de verme, ya que Marcos no hacía más
que hablar de mí todo el tiempo.
−Eres
demasiado tonto para ser tan grande−, me dijo, viendo que se me hinchaban los
ojos. –No vayas a llorar, hombre.
El
mayor miedo que regía mi vida era el de perderle. Él lo sabía, habíamos hablado
del tema. Me dijo que no podía tener miedo a perderle, porque él no tenía miedo
a perderme a mí. «Si algún día pasa algo, algo que nos separe, todo esto habrá
sido tan grande para mí que solo tendré buenos recuerdos contigo», me dijo
aquél día, y aunque el miedo no se fue, desde eso viví con otra tranquilidad.
No
había tenido yo una buena vida en el tema de la amistad, y cuando Marcos
apareció en mi vida resultó todo un acontecimiento. Tanto, que al principio me
aterrorizaba la idea de que si algún día llegaba a cogerle cariño hiciera como
siempre habían hecho y me destrozara. Había cierta información sobre mí que no
contaba a nadie, ya que mi padre, y más tarde la vida, me enseñó que todo lo
que le cuentes a un amigo puede utilizarlo en tu contra cuando deje de serlo. Y
el pánico me abrazaba cada vez que a Marcos le contaba algo que nadie más
sabía, pero había algo dentro que me empujaba a hacerlo, a confiar en él. Y lo
hice y él me devolvió la confianza, una confianza que yo pensaba que había
perdido y que por lo visto la tenía él en el bolsillo de su raído vaquero.
−No
estoy llorando, payaso, −le contesté. –Es simplemente que me dio alergia.
Sus
brillantes ojos azules me miraron y me sobrecogieron. Su boca, pequeña como un
piñón, esbozó una sonrisa tan grande como la Estatua de la Libertad, enseñando
su desordenada dentadura. Sabía lo que venía entonces: el abrazo. Adoraba los
abrazos, Marcos me había hecho adorarlos. Sabía abrazar de todas las formas
imaginables: a veces me daba abrazos que me crujían la espalda y me curaban el
corazón, otras veces me daba abrazos que abarcaban ciudades de lo grandes que
eran, y otras veces simplemente se dejaba caer sobre mí, pues necesitaba que
fuera yo el que le apretara. Pero siempre, y yo nunca digo siempre, siempre
siempre sus abrazos eran sinceros y valían más que cualquier suma de dinero. Y
aquello me ensanchaba el alma, tanto, que cuando el abrazo acababa sentía que
tenía en mis pulmones más aire del que se necesita para vivir.
−Sí,
alergia. Alergia a separarte de mí. –Carcajeó.−Deberías dejar de quererme
tanto, no es bueno para ti.
−Ya,
−contesté, condescendiente. –Tú deberías hacer lo mismo. ¿Qué vas a ver? Todo
espero.
−Todo
lo que pueda. Ya sabes que me gusta exprimir el tiempo bien. Estoy deseando
pasearme por la Quinta Avenida, ver la Estatua de la Libertad, buscar la
cafetería de Friends, correr por Central Park y maravillarme el Empire State y
las Torres Gemelas.
−Haz
muchas fotos, que al menos pueda creer que he estado allí cuando me las
enseñes.
−Lo
haré.
Miré
mis manos, sabiendo que el momento de la despedida se acercaba inexorable.
Entonces lo decidí. Cogí mi pulsera de hilo, lila y azul, que me había comprado
unos años antes en la playa y que desde entonces no me había quitado, y que
además era mi amuleto de la suerte, y se lo tendí.
−Toma.
Así te acompaño de alguna manera.
−No
puedo aceptar eso, −me dijo.−Es tu amuleto, tu seña de identidad. No puedes
regalármelo.
−Al
contrario. De hecho es por eso por lo que quiero que la lleves tú.
Cogí
su mano y le puse la pulsera. Le quedaba suelta, pues mi muñeca era mucho más
gruesa que la suya. Yo siempre había sido un zampabollos y él era un tirillas,
o eso nos decían todo el tiempo el resto de nuestros amigos. Nos llamaban el
“dúo sacapuntas”, y a nosotros nos encantaba.
−Al
menos deja que te deje yo algo a ti como prenda. Nos lo devolveremos cuando
vuelva.
Se
quitó la sudadera y me la tendió. Era una sudadera roja con capucha y con la
marca de ropa que la fabricaba bordada en el centro. Aunque era verano, ya
estábamos en septiembre, y en esa época en mi pueblo ya refresca por las
noches. Olí la sudadera y me la puse.
−Gracias,
−conseguí decir, ya sin poder contener las lágrimas.
−Gracias
a ti, hermano, −me contestó, y volvió a abrazarme.
Cuando
llegué a mi casa aún notaba el calor de sus manos en mi espalda y lloré hasta
quedarme dormido. Es verdad que yo era sensible de más, pero tenía verdadero
pavor a perderle. Para mí era lo mejor que tenía en el mundo, mejor que mi
familia, que mi vida de estudiante, que el viejo coche que me esperaba en la
puerta de casa a que lo llevara por ahí, mejor que ver la luna cada noche y
soñar con tocarla algún día.
Los
tres primeros días de su viaje los pasé en casa, solo, encerrado en mi
habitación. Leía, veía películas, jugaba a videojuegos. Intentaba sacar de mi
cabeza una serie de atrocidades que le podrían estar pasando a Marcos: que su
avión se estrellara, que le atropellaran por las calles de Nueva York, que una
mafia lo secuestrase… Algunas eran irrisorias pero en aquel momento me las
creía todas. De vez en cuando cogía el álbum de fotos que tenía de los dos, en
el que iba poniendo de forma cronológica todas las fotos que nos hacíamos y me
imaginaba qué estaría haciendo Marcos en ese momento.
Al
cuarto día mi madre entró en mi habitación y me obligó a salir. Le dije que no
me apetecía, a lo que ella contestó que si pensaba tirarme los diez días que
duraba el viaje allí encerrado el mundo se olvidaría de mí. Así que le hice
caso y quedé con el resto de mis amigos.
−
¿Ya se ha ido tu amorcito? –Me preguntó Toni nada más llegar. A Toni le gustaba
hacerse el gracioso delante de los demás, y eso que ya no teníamos edad de esas
tonterías, o eso nos decían.
−
¿Estás celoso, Toni? –Me encantaba responder con más preguntas, así siempre se
desestabilizaba. –Se fue hace cuatro días,−apunté, mirando al resto del grupo.
Estaban
Toni, Carlos, Macarena, Ángela, Jesús, Inés y Daisy, el perro de Jesús. Eran
mis amigos pero no lo eran a la vez. Salía con ellos y hacíamos cosas juntos,
pero no sabían prácticamente nada de mi vida privada.
−
¿Estás bien? –Me preguntó Ángela. Ángela era la gentileza, la alegría, la
inocencia. Siempre tenía una sonrisa en la boca y bonitas palabras para dedicar
a quien las necesitara. La conocía desde que me fui a estudiar fuera del
pueblo, pues ella estudiaba lo mismo que yo; era extraño que nunca nos
hubiéramos visto en el pueblo antes. Era de una familia bien y tenía una
educación exquisita. −Si quieres podemos hablar.
−Estoy
bien, gracias Ángela. Pero sí, podríamos hablar si quieres.
Nos
apartamos del grupo y fuimos a comprar un helado.
−
¿Y si el otro día fuera la última vez que lo vi?
−No
creo. Mira, haz una cosa: pregúntate qué te dice tu corazón. −Cogió mi mano y
me la puso en el corazón. –Ahora, respira hondo y pregúntatelo. –Tras un minuto
en silencio, me preguntó: − ¿qué tal?
−Bien,
−le contesté. –Mi corazón dice que lo volveré a ver, aunque mis ojos no opinen
lo mismo. Perdona.
−Es
bueno llorar, Jaime, es buenísimo. Llorar significa que estás vivo, que
sientes. No reprimas las lágrimas nunca, prométemelo.
−Te
lo prometo.
Estuvimos
hablando durante mucho rato, Ángela y yo. Yo le conté mi amistad con Marcos, el
miedo que tenía a perderlo y cómo ese miedo me hacía actuar de forma
precipitada a veces. Eso hacía que de vez en cuando discutiéramos y, aunque al
final siempre lo arregláramos, había un pequeño resquemor que me hacía pensar
que con cada pelea daba un paso en dirección contraria a mí y nuestra relación
se abría un poco más. Hablamos de mi miedo a no estar a la altura de la amistad
con Marcos, lo que hacía que siempre quisiera ofrecerle todo lo que tenía, todo
lo que no tenía, y todo lo que ni existía. Quería que estuviera orgulloso de mí
como nunca nadie lo estuvo y que nuestra amistad, fuera eterna o no, fuera algo
marcado a fuego en su corazón como ya lo estaba en el mío.
−Es
verdad lo que dice Toni: estás obsesionado con Marcos, −comentó Ángela,
sorprendida.
−
¡No! –Grité. Al segundo me di cuenta de que ella no tenía la culpa de nada.
–Perdona, Ángela, no quería gritarte. A veces pienso que sí que puede que esté
un poco obsesionado con Marcos, pero no puedo evitarlo. Es mi mejor amigo, le
quiero y tengo miedo a perderle. No es difícil de entender, ¿verdad?
−Para
nada. Pero tienes que tranquilizarte. Marcos es tu mejor amigo, pero tú eres el
suyo; tú le quieres mucho, pero él a ti también. Relájate y deja que vuestra
amistad fluya. No fuerces las cosas y verás como todo va mejor.
−
¿Y cómo lo hago?
−Ahora
vais a estar separados unos días. Despéjate, haz cosas. Júntate con la gente,
rodéate de historias diferentes, de formas de hacer las cosas diferentes. No
vas a perderlo. Mañana hay un concierto en el pueblo de al lado, ¿quieres
venir?
−Iré.
Me
besó. No sé cómo pasó, pero Ángela me besó. Me besó allí, en las afueras del
pueblo. Habíamos ido hasta allí andando mientras hablábamos y ni me había dado
cuenta. Llevaba tanto tiempo sin besar a nadie que no supe cómo reaccionar. Me
encantó. Ángela besaba de una forma increíble, como era ella. Sus besos eran
tiernos, agradables y generosos.
Nos
besamos y nos seguimos besando hasta bien entrada la noche. No hicimos nada más
aquél día, pero a la noche siguiente, tras el concierto, sí. Pasamos una noche
de altos vuelos y durmió en mi casa, conmigo. Mi madre no se alteró, o eso
quise creer. Supongo que supuso una grata alegría para mi madre verme de nuevo
acompañado de una chica. A partir de ese momento no me separé de Ángela en
ningún momento: dormíamos juntos, hablábamos, paseábamos…
Ángela
era una mujer increíble. Leía poesía en una tetería de la ciudad una vez al mes
con unos amigos suyos, hablaba alemán fluido y había viajado por todo el mundo.
Me sorprendía la cantidad de lugares que conocía para ser tan joven: Nueva
York, Berlín, Tokio, Buenos Aires, Londres, Paris, Praga… Incluso había
visitado Sudáfrica. Por un tiempo, Ángela consiguió que olvidara lo lejos que
estaba Marcos de mí y lo que quedaba para su regreso. Pero pasó.
Estaba
con ella, en mi cama, cuando saltó la noticia. Era el octavo día que Marcos
estaba en Nueva York y el nombre de aquella ciudad inundaba los titulares de la
prensa, las televisiones y las radios. La noticia era clara: había tenido lugar
un atentado contra las Torres Gemelas. Un avión se había estrellado contra una
de las torres. Durante todo el día se sucedieron una serie de atentados
terroristas suicidas, mediante el secuestro de aviones por parte de yihadistas.
Todo el mundo hablaba de lo mismo, todos menos yo. Había perdido el habla.
Lo
que pasó aquel día fue todo muy borroso. Yo lloraba, Ángela me abrazaba y,
aunque yo no quería que lo hiciera, me era imposible impedírselo. No podía
hacer nada, lloraba sin saber cómo. No pude moverme del sillón del salón de mi
casa, ni comer, ni beber, ni orinar, ni nada. Solo respiraba, pestañeaba,
lloraba y veía las noticias a la espera de lo peor.
Al
día siguiente fue todo igual. En las noticias no decían nada. Yo llevaba la
sudadera de Marcos pese a que hacía calor; en mí llovía y hacía frío. Por la
tarde estuvieron todos en mi casa. Ángela los había reunido a todos: Carlos,
Jesús, Macarena, Inés y Toni. Daisy se había quedado en casa. Estuvieron allí,
conmigo, me hablaban e intentaban tranquilizarme, pero sin éxito. Estaba
destrozado.
Al
día siguiente, el que era ya el décimo día que Marcos estaba fuera, las
noticias se fueron esclareciendo. Habían aparecido los cadáveres de una familia
española que estaban en las inmediaciones de la primera torre. Un hombre, una
mujer y sus dos hijos. No dijeron más, pero yo ya lo supe: no volvería a ver a
Marcos.
Me
levanté del sofá, me puse la sudadera y corrí calle abajo, hasta la puerta de su
casa. Llamé, pero no había nadie, como ya sabía. Volví a llamar y volví a
llamar. Me senté en el escalón de la puerta, a la espera de que Marcos me
abriera la puerta, me abrazara y me dijera que todo estaba bien. Pero aquello
no iba a ocurrir. Marcos estaba muerto, y sus padres, y su hermano, y yo me
había despedido y a la vez no.
No
recuerdo cuánto tiempo estuve allí sentado. Lloraba y lloraba y no podía dejar
de llorar. Empezó a llover, pero seguí allí.
−No
puedes, −grité, cuando pensaba que no podría más−. No puedes irte así, joder.
No puedes, Marcos, no puedes dejarme aquí sin ti. Me dijiste que volverías, que
nos volveríamos a ver. Me diste tu sudadera para que te la devolviera a tu
vuelta. Te la tengo que devolver. Marcos, no puedes hacer esto. No. No. No. No
voy a poder hacer esto.
Cuando
volví a la consciencia estaba en mi cama y Ángela estaba tumbada a mi lado.
Tenía frío, y eso que estaba tapado.
−Tienes
fiebre, −dijo Ángela, susurrando. –Será mejor que no salgas de la cama.
−
¿Qué ha pasado?
−Cuando
te encontramos llevabas muchas horas allí tirado, inconsciente, en su puerta.
Había estado lloviendo y has pillado una pulmonía. Dice el médico que necesitas
descansar.
−No
puedo descansar. −Volví a llorar.
−No
sabes si la familia que encontraron fueron ellos. A lo mejor sí y a lo mejor
no.
−Eran
ellos. Claro que eran ellos.
Estuve
tres días en la cama. Durante aquél tiempo solo tenía una cosa en la cabeza: mi
mejor amigo, mi hermano, Marcos. Lloraba y lloraba y volvía a llorar. A veces,
cuando cerraba los ojos, veía la puerta de mi cuarto abriéndose y su mano, con
mi pulsera de hilo, empujándola. Entraba y me abrazaba y lloraba conmigo. Me
decía que todo había sido un error, que él estaba en la otra punta de la
ciudad, que la familia de las noticias debía ser otra. Y me abrazaba otra vez
viendo que yo seguía llorando y me decía que siempre iba a estar conmigo y que
me quería y que todo había sido solo una pesadilla. Pero luego me despertaba y
volvía a derrumbarme.
Soñé
con Marcos cada vez que me dormía, y eso ocurría unas cuatro o cinco veces cada
día. Pese al tormento que significaba para mí despertarme y ver que no estaba
allí y que todo había sido una ilusión, no podía evitar las ganas de querer
volver a dormir para volver a verle aunque fuera en sueños.
En
aquellas ilusiones, Marcos parecía tener un halo de divinidad alrededor.
Brillaba. Se sentaba a mi lado en la cama y hablábamos. Me contaba lo que había
visto en Nueva York, lo que había comido, lo que había fotografiado. Y me traía
un regalo, cada vez uno diferente, pero a la vez todos iguales, pues
desaparecían cuando abría los ojos. Me contaba lo que se sentía al comer un
perrito caliente en la calle, la sensación de ser el rey del mundo en lo alto
del Empire State y la belleza que caracteriza la Estatua de la Libertad vista
desde cerca.
Hacíamos
planes. Teníamos planes. Algunos de antes de que aquello pasara, otros nuevos.
Íbamos a ir a la playa antes de que el curso comenzara, los dos juntos, a nadar
entre las olas. Íbamos a beber chupitos de Jägermeister hasta que perdiéramos
el sentido. Íbamos a conseguir que alguien nos tocara la guitarra y cantar y
bailar hasta la eternidad. Íbamos a tatuarnos algo juntos, aunque no sabíamos
qué. Teníamos muchas ideas, pero queríamos algo que nos identificara y que
nadie más llevara. Queríamos ser únicos y uno a la vez. Aquello era una de
todas esas cosas tan suyas y tan mías, y que a la vez no eran ni suyas ni mías,
sino nuestras. Planeamos llenar el depósito de mi coche de gasolina y
perdernos, improvisar una ruta alternativa a la felicidad y cocinar anécdotas.
Pero
luego todo se borraba cuando abría los ojos. Y volvían las lágrimas. Mi madre
me escuchaba y venía y me decía que todo estaba bien, que Marcos volvería, que
no pasaba nada. Si estaba Ángela venía ella. Las dos intentaban tranquilizarme
y, pese a que sus bocas decían que Marcos estaba vivo, sus ojos no correspondían
aquellas palabras.
−Tranquilo,
Jaime. Un día de estos esa puerta se va a abrir y no vamos a ser ni tu madre ni
yo, −me decía Ángela.−Un día va a ser Marcos el que abra esa puerta y todo tu
sufrimiento se borrará.
A
veces llegaba a creerla por cinco minutos, pero al final volvía a la realidad,
esa gris y ceniza realidad en la que Marcos ya no estaba. Lo único que daba
color a aquella vorágine de caos que era mi vida era la sudadera roja que me
había dado hasta que volviera. No me la había quitado desde que me enteré de la
aparición de aquellos cadáveres. Eran ellos. Solo esperaba que alguien llegara
un día y me lo confirmara.
Sería
cualquier día. Llamarían por teléfono y mi madre lo cogería. Le dirían que en
efecto los cadáveres encontrados eran los de la familia de Marcos y ya ahí
acabaría todo.
Al
cuarto día ya estaba mejor de la pulmonía y también anímicamente, o eso creía.
Me permití leer durante un rato. Era una novela sobre un crimen en un pueblo al
noroeste de Alemania. Marcos adoraba los libros de crímenes, creo que se los
había leído todos. De repente sonó el teléfono y mi madre lo cogió. Sabía lo
que era. Cuando colgó, mi madre se fue de casa, o eso creí, pues escuché la
puerta abrirse y cerrarse, y después el silencio. Me propuse levantarme de la
cama e ir a la cocina a coger algo, pero no pude.
Tras
unos instantes de silencio, el pomo de mi puerta giró. Una mano empujó la
puerta hacia dentro y entonces la vi: mi pulsera, aquella pulsera azul y lila
de hilo colgaba de aquella delgada muñeca que entraba en mi habitación. Y
volvió el color.
-FIN-
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