martes, 16 de junio de 2015

Adios, Jimbo

No iba a subir este relato por el momento. Se trata de un texto inédito, que escribí para la asignatura de Modelos de Conducta Humana del Máster de Escritura Creativa en la que teníamos que aprender a crear personajes coherentes psicológicamente. Pero hoy nos han dado las notas de los trabajos, y puesto que he sacado una muy buena calificación de dos cifras, he creído que el relato se ha ganado el abrirse camino hacia vosotros. Espero que os guste. Un saludo.
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Te levantas. Las siete y media. Tienes la cita en el médico a las ocho. Ya vas tarde. Una ducha rápida, con agua hirviendo. Te gusta el agua hirviendo, que el pecho salga rojo de la ducha, que duela. Te gusta mirarte en el espejo y ver cómo el vaho sale de tu cuerpo caliente, y la sensación de frío polar que da salirte de la ducha tras tres minutos y medio bajo la lava. Tres minutos y medio porque es justo ese tiempo lo que dura la canción que siempre me pongo para ducharme. La misma desde hace años.
Sales de la ducha y te secas rápidamente con la toalla lila. Te pones una camiseta y unos vaqueros y las zapatillas. Mi madre siempre está igual, diciéndome que las tire que están muy viejas. No están viejas, solo acumulan historias. Y, tampoco, ya no va a hacer falta que me compre otras. Sería tirar el dinero. Te peinas y te echas un poco de colonia. Que mi vida sea una mierda no me da derecho a ir oliendo como una por la calle.
Mi madre está en la cocina. Le saludas: buenos días. Te sonríe. ¿Qué quieres para desayunar?, pregunta. Nada, mamá, ya sabes que yo no desayuno nunca. Además, me voy que voy tarde. Son las siete cuarenta. Le das un beso en la mejilla y sales de casa. Te diriges al ambulatorio, que está a cinco minutos andando. Vas con prisa porque vas tarde. Hay que estar siempre por lo menos quince minutos antes, por lo que pueda pasar.
Llegas al ambulatorio. Tu consulta es la número siete. Te sientas. Hay una señora al lado, también esperando. ¿Qué hora tienes, hijo?, te pregunta. Odio a la gente que pregunta. Qué más le dará a ella qué hora tendré yo, si va a salir el médico a nombrar a quien le toque. A las ocho, señora, tengo a las ocho. Vale, yo tengo a las ocho y cinco, por lo que voy detrás de ti. Miras el reloj: las ocho menos cinco. Ya queda menos. Oye, chico, tú eres el niño de la Encarni, el del nombre raro, ¿no? Sí, señora, soy yo, y mi nombre es Jimbo. Miras el reloj: falta aún dos minutos. No te quedan uñas que comerte. Por fin se abre la puerta.
Entras a la consulta. El médico te pregunta tu nombre. Él te ha llamado antes pero, por si acaso te has cambiado el nombre en los cinco segundos que has tardado en entrar en la consulta,  te lo vuelve a preguntar. Le dices tu nombre. De acuerdo, te dice, tú me dirás. Tengo esta cita desde hace dos meses, supongo que ya debería saberlo. Da igual. Hoy todo da igual. Está todo planeado, y todo va a salir bien. Me duele la cabeza, le dices, me duele la cabeza todos los días a todas horas; es un dolor fuerte, que no se calma. ¿Y te duele algo más?, te pregunta. No, solo la cabeza. A veces parece que los médicos no tienen ni idea de lo que hacen en la consulta e intentan hacer millones de preguntas estúpidas a ver si con suerte averiguan algo que les lleve a algún diagnóstico que se sepan de ocasiones anteriores.
Tras mandarte lo mismo que todos los médicos que te han visto a lo largo de este tiempo, sales de la consulta y sales a la calle. Miras el reloj: las ocho y cinco. Tienes tiempo. Has quedado con Mario a las ocho y media, y bastante cerca del ambulatorio. Vas a una papelería y compras un periódico del día. Te vas a la cafetería en la que has quedado y te sientas. ¿Qué vas a tomar?, te pregunta la camarera. Nada, por ahora, estoy esperando. Abres el periódico. Más corrupción, más muertes, más de todo. De todo lo malo. Nada nuevo en cuanto a lo bueno. Quizás ya no exista. Quizás lo bueno ahora sea lo menos malo. O no. También depende de la gente, si se conforma así o no.
Llega Mario. ¿Qué vas a pedir?, le preguntas. Ya lo sabes, lo de siempre. Pides lo de siempre a la camarera, que no sabe lo que es.
− ¿Qué te ha dicho el médico?
−Lo de siempre, ya sabes. Que si con estas pastillas se me bajará el dolor. ¿Sabes cuántas cajas de estas pastillas tengo ya en casa?
−Pues tómalas, a lo mejor tiene razón y te ayudan.
−No creo, estuve tomándolas un mes y nada.
Os traen el desayuno. Sí, es lo de siempre. Mario te pide de probar tu bebida. Ya la ha probado y sabe que le gusta. De hecho sabe que no te gusta que prueben tus cosas. Pero accedes. A él no puedes negarle nada. A cualquiera sí, pero a él no. Prueba tu bebida y te devuelve el vaso. Lo limpias con una servilleta de papel. De esas que hay en los bares, que lo que hacen es restregar la suciedad, no limpiarla. Pero bueno.
−Bueno, dime, ¿para qué querías verme? –Te pregunta.
−Pues, no sé, en realidad. Me apetecía verte.
− ¿Está todo bien?
−Sí, ya sabes, como siempre.
−Mírame, Jimbo, mírame y dime que estás bien.
−No puedes pedirme que haga eso.
−Sabes que estoy aquí si lo necesitas. De hecho sé que lo sabes, ya hemos hablado de esto muchas veces.
−De esto no. Hemos hablado de otras cosas.
−Dime entonces qué es esto.
−No puedo. No he podido nunca decírtelo y no te lo puedo decir hoy tampoco.
−No quiero que estés mal por algo que tenga que ver conmigo. Dime que no tiene que ver conmigo y olvidaré el tema.
−Puedo decirte que no tiene nada que ver contigo, pero ¿cómo sabrás tú que te estoy diciendo la verdad?
−Porque nunca mientes.
−Podría empezar hoy a mentir.
−No, no podrías. Venga, dime qué te pasa.
−Me voy. Hoy. Ya no puedo más.
− ¿Que te vas a dónde?
−…
−Jimbo, no irás a hacer ninguna tontería. Dime que no vas a hacer ninguna tontería.
−No voy a hacer ninguna tontería. Yo no planeo las tonterías, y esto lleva planeado ya una temporada buena.
−Jimbo. Te quiero. Y no solo yo. Hay mucha gente que te quiere. Tu novia, Pandora. ¿Qué me dices de ella? Te ama. Te idolatra. Mataría por ti, y yo también. No puedes bajar los brazos así.
−No metas a Pandora. Ella es la que menos culpa tiene en esto, de hecho es la única víctima.
−Venga, va, dímelo. No puedo irme sin saberlo. No puedo dejarte así sin saberlo. Eres mi mejor amigo, mi hermano. No puedo entrar a trabajar viéndote así. Hazlo por mí. Sé que no eres capaz de hacer ninguna tontería.
−Sabes que soy capaz de cualquier cosa. Excepto de una, y esa una es la que me va a llevar a donde voy hoy.
−Y también sé que antes no eras capaz de cualquier cosa, y que has aprendido a serlo. Sé que ya no tienes miedo. ¿Por qué no puedes decírmelo? ¿Cuánto tiempo llevas guardando eso?
−Demasiado. De hecho ya ni lo sé. Años.
− ¿Y lo sabe alguien?
−Nadie se entera de nada mío antes que tú. Eres el primero siempre.
−Y llevas años guardándote eso que no me puedes contar. ¿Por qué?
−Porque supondría perderte.
− ¿Otra vez con esas? Nunca vas a perderme. Nunca jamás.
−Sí, voy a perderte hoy. Voy a perderte hoy porque te lo voy a decir. Y después voy a hacer lo que llevo planeando tanto tiempo. ¿No sabes qué día es hoy?
−No, no lo sé. ¿Qué día es hoy?
−Es la víspera de San Juan. Es la noche más larga del año. Es el día de la luna. Es hoy.
−Y no puedo hacer nada por evitarlo, ¿verdad?
−No. No puedes.
−Pues venga, dilo. Llego tarde ya a trabajar.
−Te quiero.
−Ya sé que me quieres.
−Pero no sabes cómo te quiero.
− ¿Qué quieres decir?
−Que te quiero de verdad. Que Pandora me ama y yo no. Yo te amo a ti. Desde hace años, desde casi que te conocí. Siempre has sido tú, pero tu amistad ya ha sido suficiente para mí como para no querer romperla con esto. Te quiero y no puedo evitarlo, y he intentado metérmelo en la cabeza y no. Y no puedo más.
De repente estás en la calle. Solo. No recuerdas qué ha pasado después de terminar esa frase. Pero ahí estás, y está lloviendo. Miras el reloj: son las diez de la mañana. Es la hora de ir a ver al abuelo, como cada día. La residencia está al otro lado del pueblo y está lloviendo, así que vas a casa y coges el coche. Tu madre se ha ido al mercado a comprar, te lo ha dicho en un post-it que ha dejado pegado en el frigorífico. Coges el coche y vas a la residencia. Aparcas. Miras el reloj: las diez y diecisiete minutos.
−Hoy llegas tarde, −te dice tu abuelo.
−Lo sé, se me ha complicado la mañana. Lo siento.
−No lo sientas, payaso, no pasa nada. Eres tú el que no gusta de llegar tarde.
− ¿Qué tal has pasado el lunes? ¿Bien?
−Bien, bien. Aburrido como siempre. Si no fuera porque todos los días vienes a verme, no podría estar aquí.
−Lo sé, abuelo. ¿Qué quieres hacer hoy? ¿Te leo algo, jugamos a las cartas, damos un paseo? Bueno, un paseo va a ser algo más difícil, está lloviendo.
−Lo sé. No, no quiero paseos, simplemente quiero hablar.
−Vale. ¿De qué quieres que hablemos?
− ¿Qué tal todo contigo? Tu chica, tu amigo Mario, todo en general, ¿qué tal?
−Pues como siempre, abuelo. Bien. Mira mi cara, estoy feliz.
−La veo. ¿Y por qué estás tan feliz?
−Pues porque sí. Porque soy feliz.
−Me alegro. Yo soy feliz si tú eres feliz.
−Lo sé abuelo.
Sales de la residencia. Has tenido que acabar pronto esa conversación porque si no se te podría haber ido de las manos. Tu abuelo te quiere y no merece lo que vas a hacer, pero tienes que hacerlo. Llevas meses planeándolo. Subes al coche y te vas a casa. Tu madre sigue fuera. Subes a tu habitación.
Vas a escribir. Queda exactamente una hora y tres minutos para la comida, y quieres hacerlo. Tienes que hacerlo. Tienes que escribir. Tienes que despedirte. Pero, ¿de quién? A Mario ya se lo has dicho, aunque no puedas recordar qué pasó después de decírselo. A Pandora no quieres hacerle daño, mejor que no sepa nada. A tu madre no quieres decirle nada. Ella no tiene la culpa. Tu padre no está desde hace años. Tu abuelo. Sí, a él sí. Te sientas delante del ordenador y escribes.
«Juan, hay algo que debes saber. Si estás leyendo esto, es que he dejado este mundo. Lo he dejado antes que tú. Parece una tontería, pero lo he dejado ya. No podía más. Me quedaba grande, o yo le quedaba grande a él. No lo sé. Lo que sé es que este dolor de cabeza ya empezaba a matarme, y que yo sé que en realidad lo que me duele es el corazón.
Me duele el corazón, abuelo. Me duele el corazón todos los días. Cuando me levanto y sé que estoy haciendo daño a Pandora y me lo estoy haciendo también a mí. Ella me ama, y yo no. Ella no merece estar amando a alguien que no la quiere. La quiero, claro, pero no la amo. El amor no se elige, y me tocó a mí amar a quien no debía. A ella también, pero seguro que encuentra a alguien después. Es una chica alucinante. Yo no. Nunca encontraré a nadie a quien pueda amar como amo a Mario. Y créeme cuando te digo que lo amo de verdad. Que no es amor de primavera, de ese que se va con el calor, en octubre, ni amor de navidad, que se pierde tras los regalos de los Reyes Magos. Llevo años amándole. Llevo años teniéndolo atravesado en mis pestañas.
Y no puedo más, abuelo. Hoy se lo he dicho, y no recuerdo qué me ha contestado. Supongo que habrá huido, no lo sé. Nuestra amistad se ha acabado por mi culpa. Y si lo pierdo a él lo pierdo todo. Todo absolutamente. No hay nada ni nadie que pueda hacerme cambiar de opinión. Lo siento abuelo, lo siento por ti, por mi madre, por Pandora, que sé que me queréis, y por Mario, que también me quiere. Lo siento, pero sé que queréis lo mejor para mí, y lo mejor para mí es esto. Sé que me perdonarás. Te quiero, Juan. Atentamente, tu nieto.»
Imprimes el folio y lo doblas. Lo metes en un sobre y lo cierras. Escribes el nombre de tu abuelo en sobre. Bajas a la cocina. Son las trece treinta, la hora de hacer la comida. Sacas del frigorífico la ternera y pones a hervir el arroz. Cocinas. Pones la mesa. A las dos en punto empiezas a comer. Llega tu madre de los recados. Se viste y se va a trabajar. Entra a las dos y media. Le das un beso antes de que se vaya. El último.
Terminas de comer y friegas los platos. Te sientas en el sofá para ver las noticias. Ya sabes lo que hay. Más corrupción, más muertes, más de todo. De todo lo malo. Nada nuevo en cuanto a lo bueno. Quizás ya no exista. Quizás lo bueno ahora sea lo menos malo. O no. También depende de la gente, si se conforma así o no.
Suena el teléfono. Es un número desconocido. No lo coges. Nunca coges el teléfono a números desconocidos. ¿Qué va a querer un desconocido de ti? Nada bueno. Al final lo coges. Total, ya mañana no podrás.
− ¿Sí?
−Menos mal que te pillo. –Es Mario. –Escúchame, escúchame atentamente. Se te vaya a ocurrir hacer cualquier tontería ¿eh?
−Perdona, Mario. –Te tocas las mejillas, hay lágrimas. –No quería que pasara esto. Ni siquiera sé que has dicho cuando te he soltado esa bomba.
−No he podido decir nada, has salido corriendo.
− ¿De verdad? No puedo recordarlo. Perdona, Mario.
−Deja de pedir perdón de una puta vez, ¿quieres?
−Cuando se hacen las cosas mal hay que pedir perdón.
−No has hecho nada malo. Malo es lo que vas a hacer.
−Mario, no puedo. No puedo verte sin morirme de ganas por abrazarte y besarte. No puedo vivir viendo cómo Pandora me quiere y hace planes de futuro sin saber nada de esto. No puedo más.
−...
Ha colgado.
Te levantas del sofá. Son las dieciséis horas. Es hora de hacerse un café. Pronto llegará la hora de la despedida. Vas a la cocina y enciendes la cafetera. Abres el armario del café. Tu madre es una gran aficionada al café, por lo que hay ocho variedades diferentes de café para que puedas elegir cuál tomar. Pero no. Hoy va a tocar té. El té es lo que le gusta a tu abuelo. Y a Mario. De hecho crees tener un poco de té que dejó Mario en casa la última vez que vino a merendar. Sí, así es, lo encuentras al fondo del armario del café. Es un té afgano, negro y con especias. Lo hueles. Crees reconocer el olor de la canela y el jengibre, pero nunca has sido bueno diferenciando los olores.
De hecho nunca has sido bueno en nada. Ni en música, ni en arte, ni en nada. Bueno, en matemáticas sí. Las matemáticas se te daban bien. Podías tirarte las tardes enteras resolviendo ecuaciones y derivadas. Te encantaba descubrir el resultado de un problema de álgebra. Pero aquello acabó. Ya solo te encanta Mario. Y Mario no puede encantarte.
El té está listo. Lo echas en la taza que Mario te regaló por tu cumpleaños. Pandora te regaló una camiseta muy hortera que solo te ponías si quedabas con ella. Eres un crack, pone en la taza, acompañado de un dibujo de un Superman. Añades azúcar. Azúcar moreno, por supuesto. La azúcar blanca parece cocaína, y no.
Te sientas otra vez en el sofá. Haces balance mientras el té se enfría un poco. Tampoco ha sido una vida tan mala. Tienes al mejor amigo del mundo, una novia que te quiere, una madre que se desvive por ti y un abuelo que es un almacén de sabiduría sin fin. Y, entonces, ¿por qué esto? ¿Por qué vas a mandar todo a la mierda? Es una buena vida. Trabajas en lo que quieres. Siempre tienes un libro a mano. Ya sabes, como decía Lorca, siempre hay que tener un libro que leer. Siempre hay que crecer. Alimentar el alma. Conocer nuevas vidas. Pero, entonces, ¿por qué haces esto?
Claro. Es él. Desde que apareció. Es él. Mario. Tu mejor amigo, tu hermano y a la vez el amor de tu vida. Sabes que no podrías vivir sin él. No puedes. No puedes. Y ahora que ya lo sabe, se va a ir. Se va a ir de tu vida y te va a dejar solo, hundido. Esta es la solución. De hecho llevas preparándolo mucho tiempo porque sabes que es la única solución.
Te bebes el té. Oyes las llaves de casa. Es tu madre. ¿Quién iba a ser si no? Vivís los dos solos ahí  y nadie más tiene llave. Entra en el salón. Sí, es tu madre. Son las cinco de la tarde. Tu madre no sale de trabajar hasta las ocho. Por eso has fijado la hora a las siete. Diecinueve horas. Quedan dos.
− ¿Pasa algo, hijo? −, te pregunta tu madre.
−No, ¿qué iba a pasar?
−No sé, me ha llamado Mario preocupado, diciéndome que algo te pasaba y que viniera si podía a ver si estabas bien.
−Estoy bien, mamá, como siempre. Ese Mario se preocupa demasiado.
−Has estado en el médico esta mañana. ¿Qué te ha dicho?
−Lo mismo de siempre. Las mismas pastillas.
−Ah, bueno. ¿Qué vas a hacer ahora?
−Hoy no tengo que ir a trabajar. Supongo que leeré y luego iré a ver a Pandora.
−Pandora. Qué suerte tuviste con esa chica.  ¿Cuánto tiempo lleváis ya?
−Tres años, diez meses y veinticinco días.
−Eso es mucho tiempo. ¿Qué planes tenéis? Iros a vivir juntos, casaros… ¿Algo?
−Mamá, no quiero hablar de este tema. ¿Por qué no te vas a trabajar, que es lo que tienes que hacer? Déjame en paz, anda.
−Tienes razón, hijo. Bueno, mejor me voy. Te quiero mucho.
−Y yo.
Subes a tu cuarto. Ya has recogido la taza del té. Enciendes el ordenador. Tienes un mensaje de Pandora. Quiere saber qué te pasa y cuándo os vais a ver. No le contestas. Apagas el ordenador y te sientas en la cama. Coges el libro que te estás leyendo. Ya has perdido la cuenta de la cantidad de libros que has leído en tu vida. De hecho a veces te preguntas si no podrías haber invertido ese tiempo en hacer algo de provecho. Pero no. A ti te gusta leer. Abandonar este mundo de locos e introducirte en otros mundos de locos.
Sueltas el libro. Lo has acabado. Miras el reloj: las dieciocho horas. Queda una hora. Es el momento de empezar a prepararlo todo. Te das otra ducha de tres minutos y medio. Te pones el traje. Así se ahorran luego de tener que desvestirte y tener que vestirte de nuevo. Bien pensado. ¿Corbata? ¿Pajarita? Mejor nada. Las pastillas tienen que bajar bien por el cuello, y no podrán si tienen algo presionándolo. La camisa negra. Tu madre siempre te dice que esa camisa es muy fea porque parece que vas de luto, pero a ti te gusta. Es elegante y diferente. Todo el mundo va siempre con la camisa blanca. Que les den. No eres como los demás. Coges la negra, que es tu favorita. No te pones zapatos. Para un rato que te queda, no quieres estar incómodo. Habrá que darse algún capricho final, ¿no?
Bajas al salón. Has cogido tres cajas de las dichosas pastillas. Con eso habrá. Es una mierda que no vengan en bote, como en Estados Unidos. Así sería más fácil. No. Aquí no. Aquí vienen metidas en una tableta. Empiezas a sacarlas poco a poco. No vaya a ser que se desperdicie una. Miras el reloj: las dieciocho treinta. Empieza lo malo.
Ya tienes las pastillas preparadas. Está todo preparado. Pones el reproductor de música. Has elegido “Quartet for piano and string in A Minor” de Mahler. Es una de tus sinfonías favoritas. Empiezas a llorar. Sabes que no puedes. No quieres. En realidad valoras tu vida. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Acaso quieres llamar la atención? No. No es eso. Es simplemente que tienes que hacerlo. Ya está todo planeado, no puedes romper tus planes tan fácilmente. Tienes que hacerlo. Por mucho que ahora no quieras. Por mucho que tu corazón te esté diciendo que no. Los minutos pasan eternos. Son las dieciocho treinta y dos. Quedan veintiocho minutos. Vas al bolso de tu madre. Le coges un cigarro. Vas a estallar. No quieres, pero debes. Es el deber.
Es el deber. El deber es el que ha guiado tu vida desde pequeño. Nunca el querer. Siempre el deber. No vayas a tal sitio, que debes estudiar. No quieras estudiar diseño gráfico, que debes ser un gran arquitecto. Ahora eres un gran arquitecto, pero te aburres. No quieras cenar pizza, que engorda mucho, mejor una ensalada. No quedes con alguien esta noche, que tienes que cuidar de tu abuela. No hagas esto, que tienes que hacer lo otro. Siempre responsabilidades, nunca libertad para hacer algo que de verdad te gusta. No te enamores de un hombre, tu deber es hacer que el apellido familiar siga adelante. Busca una mujer y hazla tener hijos. No te dejes barba, que un arquitecto no lleva barba. No te compres esas zapatillas rojas, que son demasiado llamativas. Siempre intentando superar las expectativas, pero nunca llegas al borde ni siquiera. Nunca has sido lo bastante bueno para nadie.
Excepto para Pandora. Para ella sí que eras lo bastante bueno. Pobre. Ha vivido engañada tanto tiempo. No eres lo bastante bueno para Pandora, pero dicen que aceptamos el amor que creemos merecer. Igual es eso. Por eso la acepté tanto tiempo. Pero mi corazón es salvaje y no puede vivir con grilletes. No puedes jugar con los sentimientos de la gente. La gente lo ha hecho contigo y sabes lo que se siente. Basta de juegos. Se acabó. Es el momento de acabar con todo.
Te acabas el cigarro. Son las dieciocho cuarenta y cinco. Quedan quince minutos. Vas al baño. Te lavas la cara. Estás sudando. Sudas cuando estás nervioso. Y eso que eres alguien bien tranquilo. Pero los nervios van por dentro. No puedes más. Vas a explotar. No quieres hacerlo. Pero debes. El deber.
Vuelves a salón. Son las dieciocho cincuenta. Suena la puerta. Es Mario. No puedes hacer esto, te grita desde el otro lado, estoy contigo. No puedes dejarme así. No puedes mandarlo todo a la mierda, no ahora. Haces oídos sordos. Sé que estás ahí, y sé a qué hora vas a hacerlo. Te conozco desde siempre. Te conozco como me conozco a mí mismo. Me miro al espejo y te veo, por las mañanas, por las noches. No le escuches, te dices. Venga, Jimbo, no hagas esto, por favor. Venga, Jimbo, eres mi hermano, mi amigo. No puedes hacer esto. Venga. Encontraremos una solución. No lo escuches. Lloras. Crees escuchar un “te quiero”.
De repente ya no se escucha nada. Solo Mahler. Te está dando taquicardia. Son las dieciocho cincuenta y ocho. Venga. Relax. Vas a la cocina. Tomas un vaso de agua. Vuelves al salón. Subes el volumen de la música y te sientas en el sofá rojo. Miras el reloj: son las diecinueve cero cero; es el momento. Ya no hay vuelta atrás.
Coges el puñado de pastillas y te lo metes en la boca. Has abarcado mucho con la mano, y ahora no puedes tragártelas todas de golpe. Y encima no tienes agua a mano. Tras un segundo de angustia, consigues tragar. Te tumbas. Empiezas a notar nublarse tu mente pasados dos minutos. Tus ojos están borrosos, y no es por las lágrimas. Ya no lloras. Empiezas a notarte ligero, como si pudieras flotar. Cierras los ojos y te dejas llevar.
En medio de tu ensoñación, crees escuchar una puerta que se abre y unos brazos que te zarandean. Te quiero, te está gritando Mario. Pero, ¿es verdad? ¿Está Mario ahí, intentando salvarte de tu propio homicidio, o es acaso producto de las pastillas que creas que está pasando eso? No lo sabes. Tus ojos ya no ven nada. Se acabó. ¿O no?


-FIN-


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