No
iba a subir este relato por el momento. Se trata de un texto inédito, que
escribí para la asignatura de Modelos de Conducta Humana del Máster de
Escritura Creativa en la que teníamos que aprender a crear personajes
coherentes psicológicamente. Pero hoy nos han dado las notas de los trabajos, y
puesto que he sacado una muy buena calificación de dos cifras, he creído que el
relato se ha ganado el abrirse camino hacia vosotros. Espero que os guste. Un
saludo.
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Te
levantas. Las siete y media. Tienes la cita en el médico a las ocho. Ya vas
tarde. Una ducha rápida, con agua hirviendo. Te gusta el agua hirviendo, que el
pecho salga rojo de la ducha, que duela. Te gusta mirarte en el espejo y ver
cómo el vaho sale de tu cuerpo caliente, y la sensación de frío polar que da
salirte de la ducha tras tres minutos y medio bajo la lava. Tres minutos y
medio porque es justo ese tiempo lo que dura la canción que siempre me pongo
para ducharme. La misma desde hace años.
Sales
de la ducha y te secas rápidamente con la toalla lila. Te pones una camiseta y
unos vaqueros y las zapatillas. Mi madre siempre está igual, diciéndome que las
tire que están muy viejas. No están viejas, solo acumulan historias. Y,
tampoco, ya no va a hacer falta que me compre otras. Sería tirar el dinero. Te
peinas y te echas un poco de colonia. Que mi vida sea una mierda no me da
derecho a ir oliendo como una por la calle.
Mi
madre está en la cocina. Le saludas: buenos días. Te sonríe. ¿Qué quieres para
desayunar?, pregunta. Nada, mamá, ya sabes que yo no desayuno nunca. Además, me
voy que voy tarde. Son las siete cuarenta. Le das un beso en la mejilla y sales
de casa. Te diriges al ambulatorio, que está a cinco minutos andando. Vas con
prisa porque vas tarde. Hay que estar siempre por lo menos quince minutos
antes, por lo que pueda pasar.
Llegas
al ambulatorio. Tu consulta es la número siete. Te sientas. Hay una señora al
lado, también esperando. ¿Qué hora tienes, hijo?, te pregunta. Odio a la gente
que pregunta. Qué más le dará a ella qué hora tendré yo, si va a salir el
médico a nombrar a quien le toque. A las ocho, señora, tengo a las ocho. Vale,
yo tengo a las ocho y cinco, por lo que voy detrás de ti. Miras el reloj: las
ocho menos cinco. Ya queda menos. Oye, chico, tú eres el niño de la Encarni, el
del nombre raro, ¿no? Sí, señora, soy yo, y mi nombre es Jimbo. Miras el reloj:
falta aún dos minutos. No te quedan uñas que comerte. Por fin se abre la
puerta.
Entras
a la consulta. El médico te pregunta tu nombre. Él te ha llamado antes pero,
por si acaso te has cambiado el nombre en los cinco segundos que has tardado en
entrar en la consulta, te lo vuelve a
preguntar. Le dices tu nombre. De acuerdo, te dice, tú me dirás. Tengo esta
cita desde hace dos meses, supongo que ya debería saberlo. Da igual. Hoy todo
da igual. Está todo planeado, y todo va a salir bien. Me duele la cabeza, le
dices, me duele la cabeza todos los días a todas horas; es un dolor fuerte, que
no se calma. ¿Y te duele algo más?, te pregunta. No, solo la cabeza. A veces
parece que los médicos no tienen ni idea de lo que hacen en la consulta e intentan
hacer millones de preguntas estúpidas a ver si con suerte averiguan algo que
les lleve a algún diagnóstico que se sepan de ocasiones anteriores.
Tras
mandarte lo mismo que todos los médicos que te han visto a lo largo de este
tiempo, sales de la consulta y sales a la calle. Miras el reloj: las ocho y
cinco. Tienes tiempo. Has quedado con Mario a las ocho y media, y bastante
cerca del ambulatorio. Vas a una papelería y compras un periódico del día. Te
vas a la cafetería en la que has quedado y te sientas. ¿Qué vas a tomar?, te
pregunta la camarera. Nada, por ahora, estoy esperando. Abres el periódico. Más
corrupción, más muertes, más de todo. De todo lo malo. Nada nuevo en cuanto a
lo bueno. Quizás ya no exista. Quizás lo bueno ahora sea lo menos malo. O no.
También depende de la gente, si se conforma así o no.
Llega
Mario. ¿Qué vas a pedir?, le preguntas. Ya lo sabes, lo de siempre. Pides lo de
siempre a la camarera, que no sabe lo que es.
−
¿Qué te ha dicho el médico?
−Lo
de siempre, ya sabes. Que si con estas pastillas se me bajará el dolor. ¿Sabes
cuántas cajas de estas pastillas tengo ya en casa?
−Pues
tómalas, a lo mejor tiene razón y te ayudan.
−No
creo, estuve tomándolas un mes y nada.
Os
traen el desayuno. Sí, es lo de siempre. Mario te pide de probar tu bebida. Ya
la ha probado y sabe que le gusta. De hecho sabe que no te gusta que prueben
tus cosas. Pero accedes. A él no puedes negarle nada. A cualquiera sí, pero a
él no. Prueba tu bebida y te devuelve el vaso. Lo limpias con una servilleta de
papel. De esas que hay en los bares, que lo que hacen es restregar la suciedad,
no limpiarla. Pero bueno.
−Bueno,
dime, ¿para qué querías verme? –Te pregunta.
−Pues,
no sé, en realidad. Me apetecía verte.
−
¿Está todo bien?
−Sí,
ya sabes, como siempre.
−Mírame,
Jimbo, mírame y dime que estás bien.
−No
puedes pedirme que haga eso.
−Sabes
que estoy aquí si lo necesitas. De hecho sé que lo sabes, ya hemos hablado de
esto muchas veces.
−De
esto no. Hemos hablado de otras cosas.
−Dime
entonces qué es esto.
−No
puedo. No he podido nunca decírtelo y no te lo puedo decir hoy tampoco.
−No
quiero que estés mal por algo que tenga que ver conmigo. Dime que no tiene que
ver conmigo y olvidaré el tema.
−Puedo
decirte que no tiene nada que ver contigo, pero ¿cómo sabrás tú que te estoy
diciendo la verdad?
−Porque
nunca mientes.
−Podría
empezar hoy a mentir.
−No,
no podrías. Venga, dime qué te pasa.
−Me
voy. Hoy. Ya no puedo más.
−
¿Que te vas a dónde?
−…
−Jimbo,
no irás a hacer ninguna tontería. Dime que no vas a hacer ninguna tontería.
−No
voy a hacer ninguna tontería. Yo no planeo las tonterías, y esto lleva planeado
ya una temporada buena.
−Jimbo.
Te quiero. Y no solo yo. Hay mucha gente que te quiere. Tu novia, Pandora. ¿Qué
me dices de ella? Te ama. Te idolatra. Mataría por ti, y yo también. No puedes
bajar los brazos así.
−No
metas a Pandora. Ella es la que menos culpa tiene en esto, de hecho es la única
víctima.
−Venga,
va, dímelo. No puedo irme sin saberlo. No puedo dejarte así sin saberlo. Eres
mi mejor amigo, mi hermano. No puedo entrar a trabajar viéndote así. Hazlo por
mí. Sé que no eres capaz de hacer ninguna tontería.
−Sabes
que soy capaz de cualquier cosa. Excepto de una, y esa una es la que me va a
llevar a donde voy hoy.
−Y
también sé que antes no eras capaz de cualquier cosa, y que has aprendido a
serlo. Sé que ya no tienes miedo. ¿Por qué no puedes decírmelo? ¿Cuánto tiempo
llevas guardando eso?
−Demasiado.
De hecho ya ni lo sé. Años.
−
¿Y lo sabe alguien?
−Nadie
se entera de nada mío antes que tú. Eres el primero siempre.
−Y
llevas años guardándote eso que no me puedes contar. ¿Por qué?
−Porque
supondría perderte.
−
¿Otra vez con esas? Nunca vas a perderme. Nunca jamás.
−Sí,
voy a perderte hoy. Voy a perderte hoy porque te lo voy a decir. Y después voy
a hacer lo que llevo planeando tanto tiempo. ¿No sabes qué día es hoy?
−No,
no lo sé. ¿Qué día es hoy?
−Es
la víspera de San Juan. Es la noche más larga del año. Es el día de la luna. Es
hoy.
−Y
no puedo hacer nada por evitarlo, ¿verdad?
−No.
No puedes.
−Pues
venga, dilo. Llego tarde ya a trabajar.
−Te
quiero.
−Ya
sé que me quieres.
−Pero
no sabes cómo te quiero.
−
¿Qué quieres decir?
−Que
te quiero de verdad. Que Pandora me ama y yo no. Yo te amo a ti. Desde hace
años, desde casi que te conocí. Siempre has sido tú, pero tu amistad ya ha sido
suficiente para mí como para no querer romperla con esto. Te quiero y no puedo
evitarlo, y he intentado metérmelo en la cabeza y no. Y no puedo más.
De
repente estás en la calle. Solo. No recuerdas qué ha pasado después de terminar
esa frase. Pero ahí estás, y está lloviendo. Miras el reloj: son las diez de la
mañana. Es la hora de ir a ver al abuelo, como cada día. La residencia está al
otro lado del pueblo y está lloviendo, así que vas a casa y coges el coche. Tu
madre se ha ido al mercado a comprar, te lo ha dicho en un post-it que ha
dejado pegado en el frigorífico. Coges el coche y vas a la residencia. Aparcas.
Miras el reloj: las diez y diecisiete minutos.
−Hoy
llegas tarde, −te dice tu abuelo.
−Lo
sé, se me ha complicado la mañana. Lo siento.
−No
lo sientas, payaso, no pasa nada. Eres tú el que no gusta de llegar tarde.
−
¿Qué tal has pasado el lunes? ¿Bien?
−Bien,
bien. Aburrido como siempre. Si no fuera porque todos los días vienes a verme,
no podría estar aquí.
−Lo
sé, abuelo. ¿Qué quieres hacer hoy? ¿Te leo algo, jugamos a las cartas, damos
un paseo? Bueno, un paseo va a ser algo más difícil, está lloviendo.
−Lo
sé. No, no quiero paseos, simplemente quiero hablar.
−Vale.
¿De qué quieres que hablemos?
−
¿Qué tal todo contigo? Tu chica, tu amigo Mario, todo en general, ¿qué tal?
−Pues
como siempre, abuelo. Bien. Mira mi cara, estoy feliz.
−La
veo. ¿Y por qué estás tan feliz?
−Pues
porque sí. Porque soy feliz.
−Me
alegro. Yo soy feliz si tú eres feliz.
−Lo
sé abuelo.
Sales
de la residencia. Has tenido que acabar pronto esa conversación porque si no se
te podría haber ido de las manos. Tu abuelo te quiere y no merece lo que vas a
hacer, pero tienes que hacerlo. Llevas meses planeándolo. Subes al coche y te
vas a casa. Tu madre sigue fuera. Subes a tu habitación.
Vas
a escribir. Queda exactamente una hora y tres minutos para la comida, y quieres
hacerlo. Tienes que hacerlo. Tienes que escribir. Tienes que despedirte. Pero,
¿de quién? A Mario ya se lo has dicho, aunque no puedas recordar qué pasó
después de decírselo. A Pandora no quieres hacerle daño, mejor que no sepa
nada. A tu madre no quieres decirle nada. Ella no tiene la culpa. Tu padre no
está desde hace años. Tu abuelo. Sí, a él sí. Te sientas delante del ordenador
y escribes.
«Juan, hay algo que debes saber. Si
estás leyendo esto, es que he dejado este mundo. Lo he dejado antes que tú.
Parece una tontería, pero lo he dejado ya. No podía más. Me quedaba grande, o
yo le quedaba grande a él. No lo sé. Lo que sé es que este dolor de cabeza ya
empezaba a matarme, y que yo sé que en realidad lo que me duele es el corazón.
Me duele el corazón, abuelo. Me
duele el corazón todos los días. Cuando me levanto y sé que estoy haciendo daño
a Pandora y me lo estoy haciendo también a mí. Ella me ama, y yo no. Ella no
merece estar amando a alguien que no la quiere. La quiero, claro, pero no la
amo. El amor no se elige, y me tocó a mí amar a quien no debía. A ella también,
pero seguro que encuentra a alguien después. Es una chica alucinante. Yo no.
Nunca encontraré a nadie a quien pueda amar como amo a Mario. Y créeme cuando
te digo que lo amo de verdad. Que no es amor de primavera, de ese que se va con
el calor, en octubre, ni amor de navidad, que se pierde tras los regalos de los
Reyes Magos. Llevo años amándole. Llevo años teniéndolo atravesado en mis
pestañas.
Y no puedo más, abuelo. Hoy se lo
he dicho, y no recuerdo qué me ha contestado. Supongo que habrá huido, no lo
sé. Nuestra amistad se ha acabado por mi culpa. Y si lo pierdo a él lo pierdo
todo. Todo absolutamente. No hay nada ni nadie que pueda hacerme cambiar de
opinión. Lo siento abuelo, lo siento por ti, por mi madre, por Pandora, que sé
que me queréis, y por Mario, que también me quiere. Lo siento, pero sé que
queréis lo mejor para mí, y lo mejor para mí es esto. Sé que me perdonarás. Te
quiero, Juan. Atentamente, tu nieto.»
Imprimes
el folio y lo doblas. Lo metes en un sobre y lo cierras. Escribes el nombre de
tu abuelo en sobre. Bajas a la cocina. Son las trece treinta, la hora de hacer
la comida. Sacas del frigorífico la ternera y pones a hervir el arroz. Cocinas.
Pones la mesa. A las dos en punto empiezas a comer. Llega tu madre de los
recados. Se viste y se va a trabajar. Entra a las dos y media. Le das un beso
antes de que se vaya. El último.
Terminas
de comer y friegas los platos. Te sientas en el sofá para ver las noticias. Ya
sabes lo que hay. Más corrupción, más muertes, más de todo. De todo lo malo.
Nada nuevo en cuanto a lo bueno. Quizás ya no exista. Quizás lo bueno ahora sea
lo menos malo. O no. También depende de la gente, si se conforma así o no.
Suena
el teléfono. Es un número desconocido. No lo coges. Nunca coges el teléfono a
números desconocidos. ¿Qué va a querer un desconocido de ti? Nada bueno. Al
final lo coges. Total, ya mañana no podrás.
−
¿Sí?
−Menos
mal que te pillo. –Es Mario. –Escúchame, escúchame atentamente. Se te vaya a
ocurrir hacer cualquier tontería ¿eh?
−Perdona,
Mario. –Te tocas las mejillas, hay lágrimas. –No quería que pasara esto. Ni
siquiera sé que has dicho cuando te he soltado esa bomba.
−No
he podido decir nada, has salido corriendo.
−
¿De verdad? No puedo recordarlo. Perdona, Mario.
−Deja
de pedir perdón de una puta vez, ¿quieres?
−Cuando
se hacen las cosas mal hay que pedir perdón.
−No
has hecho nada malo. Malo es lo que vas a hacer.
−Mario,
no puedo. No puedo verte sin morirme de ganas por abrazarte y besarte. No puedo
vivir viendo cómo Pandora me quiere y hace planes de futuro sin saber nada de
esto. No puedo más.
−...
Ha
colgado.
Te
levantas del sofá. Son las dieciséis horas. Es hora de hacerse un café. Pronto
llegará la hora de la despedida. Vas a la cocina y enciendes la cafetera. Abres
el armario del café. Tu madre es una gran aficionada al café, por lo que hay
ocho variedades diferentes de café para que puedas elegir cuál tomar. Pero no.
Hoy va a tocar té. El té es lo que le gusta a tu abuelo. Y a Mario. De hecho
crees tener un poco de té que dejó Mario en casa la última vez que vino a
merendar. Sí, así es, lo encuentras al fondo del armario del café. Es un té
afgano, negro y con especias. Lo hueles. Crees reconocer el olor de la canela y
el jengibre, pero nunca has sido bueno diferenciando los olores.
De
hecho nunca has sido bueno en nada. Ni en música, ni en arte, ni en nada.
Bueno, en matemáticas sí. Las matemáticas se te daban bien. Podías tirarte las
tardes enteras resolviendo ecuaciones y derivadas. Te encantaba descubrir el
resultado de un problema de álgebra. Pero aquello acabó. Ya solo te encanta
Mario. Y Mario no puede encantarte.
El
té está listo. Lo echas en la taza que Mario te regaló por tu cumpleaños.
Pandora te regaló una camiseta muy hortera que solo te ponías si quedabas con
ella. Eres un crack, pone en la taza, acompañado de un dibujo de un Superman.
Añades azúcar. Azúcar moreno, por supuesto. La azúcar blanca parece cocaína, y
no.
Te
sientas otra vez en el sofá. Haces balance mientras el té se enfría un poco.
Tampoco ha sido una vida tan mala. Tienes al mejor amigo del mundo, una novia
que te quiere, una madre que se desvive por ti y un abuelo que es un almacén de
sabiduría sin fin. Y, entonces, ¿por qué esto? ¿Por qué vas a mandar todo a la
mierda? Es una buena vida. Trabajas en lo que quieres. Siempre tienes un libro
a mano. Ya sabes, como decía Lorca, siempre hay que tener un libro que leer.
Siempre hay que crecer. Alimentar el alma. Conocer nuevas vidas. Pero,
entonces, ¿por qué haces esto?
Claro.
Es él. Desde que apareció. Es él. Mario. Tu mejor amigo, tu hermano y a la vez
el amor de tu vida. Sabes que no podrías vivir sin él. No puedes. No puedes. Y
ahora que ya lo sabe, se va a ir. Se va a ir de tu vida y te va a dejar solo,
hundido. Esta es la solución. De hecho llevas preparándolo mucho tiempo porque
sabes que es la única solución.
Te
bebes el té. Oyes las llaves de casa. Es tu madre. ¿Quién iba a ser si no?
Vivís los dos solos ahí y nadie más
tiene llave. Entra en el salón. Sí, es tu madre. Son las cinco de la tarde. Tu
madre no sale de trabajar hasta las ocho. Por eso has fijado la hora a las
siete. Diecinueve horas. Quedan dos.
−
¿Pasa algo, hijo? −, te pregunta tu madre.
−No,
¿qué iba a pasar?
−No
sé, me ha llamado Mario preocupado, diciéndome que algo te pasaba y que viniera
si podía a ver si estabas bien.
−Estoy
bien, mamá, como siempre. Ese Mario se preocupa demasiado.
−Has
estado en el médico esta mañana. ¿Qué te ha dicho?
−Lo
mismo de siempre. Las mismas pastillas.
−Ah,
bueno. ¿Qué vas a hacer ahora?
−Hoy
no tengo que ir a trabajar. Supongo que leeré y luego iré a ver a Pandora.
−Pandora.
Qué suerte tuviste con esa chica. ¿Cuánto
tiempo lleváis ya?
−Tres
años, diez meses y veinticinco días.
−Eso
es mucho tiempo. ¿Qué planes tenéis? Iros a vivir juntos, casaros… ¿Algo?
−Mamá,
no quiero hablar de este tema. ¿Por qué no te vas a trabajar, que es lo que
tienes que hacer? Déjame en paz, anda.
−Tienes
razón, hijo. Bueno, mejor me voy. Te quiero mucho.
−Y
yo.
Subes
a tu cuarto. Ya has recogido la taza del té. Enciendes el ordenador. Tienes un
mensaje de Pandora. Quiere saber qué te pasa y cuándo os vais a ver. No le
contestas. Apagas el ordenador y te sientas en la cama. Coges el libro que te
estás leyendo. Ya has perdido la cuenta de la cantidad de libros que has leído
en tu vida. De hecho a veces te preguntas si no podrías haber invertido ese
tiempo en hacer algo de provecho. Pero no. A ti te gusta leer. Abandonar este
mundo de locos e introducirte en otros mundos de locos.
Sueltas
el libro. Lo has acabado. Miras el reloj: las dieciocho horas. Queda una hora.
Es el momento de empezar a prepararlo todo. Te das otra ducha de tres minutos y
medio. Te pones el traje. Así se ahorran luego de tener que desvestirte y tener
que vestirte de nuevo. Bien pensado. ¿Corbata? ¿Pajarita? Mejor nada. Las
pastillas tienen que bajar bien por el cuello, y no podrán si tienen algo
presionándolo. La camisa negra. Tu madre siempre te dice que esa camisa es muy
fea porque parece que vas de luto, pero a ti te gusta. Es elegante y diferente.
Todo el mundo va siempre con la camisa blanca. Que les den. No eres como los
demás. Coges la negra, que es tu favorita. No te pones zapatos. Para un rato
que te queda, no quieres estar incómodo. Habrá que darse algún capricho final,
¿no?
Bajas
al salón. Has cogido tres cajas de las dichosas pastillas. Con eso habrá. Es
una mierda que no vengan en bote, como en Estados Unidos. Así sería más fácil.
No. Aquí no. Aquí vienen metidas en una tableta. Empiezas a sacarlas poco a
poco. No vaya a ser que se desperdicie una. Miras el reloj: las dieciocho
treinta. Empieza lo malo.
Ya
tienes las pastillas preparadas. Está todo preparado. Pones el reproductor de
música. Has elegido
“Quartet for piano and string in A Minor” de Mahler. Es
una de tus sinfonías favoritas. Empiezas a llorar. Sabes que no puedes. No
quieres. En realidad valoras tu vida. ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Acaso
quieres llamar la atención? No. No es eso. Es simplemente que tienes que
hacerlo. Ya está todo planeado, no puedes romper tus planes tan fácilmente.
Tienes que hacerlo. Por mucho que ahora no quieras. Por mucho que tu corazón te
esté diciendo que no. Los minutos pasan eternos. Son las dieciocho treinta y
dos. Quedan veintiocho minutos. Vas al bolso de tu madre. Le coges un cigarro.
Vas a estallar. No quieres, pero debes. Es el deber.
Es
el deber. El deber es el que ha guiado tu vida desde pequeño. Nunca el querer.
Siempre el deber. No vayas a tal sitio, que debes estudiar. No quieras estudiar
diseño gráfico, que debes ser un gran arquitecto. Ahora eres un gran
arquitecto, pero te aburres. No quieras cenar pizza, que engorda mucho, mejor
una ensalada. No quedes con alguien esta noche, que tienes que cuidar de tu
abuela. No hagas esto, que tienes que hacer lo otro. Siempre responsabilidades,
nunca libertad para hacer algo que de verdad te gusta. No te enamores de un
hombre, tu deber es hacer que el apellido familiar siga adelante. Busca una
mujer y hazla tener hijos. No te dejes barba, que un arquitecto no lleva barba.
No te compres esas zapatillas rojas, que son demasiado llamativas. Siempre
intentando superar las expectativas, pero nunca llegas al borde ni siquiera.
Nunca has sido lo bastante bueno para nadie.
Excepto
para Pandora. Para ella sí que eras lo bastante bueno. Pobre. Ha vivido
engañada tanto tiempo. No eres lo bastante bueno para Pandora, pero dicen que
aceptamos el amor que creemos merecer. Igual es eso. Por eso la acepté tanto
tiempo. Pero mi corazón es salvaje y no puede vivir con grilletes. No puedes
jugar con los sentimientos de la gente. La gente lo ha hecho contigo y sabes lo
que se siente. Basta de juegos. Se acabó. Es el momento de acabar con todo.
Te
acabas el cigarro. Son las dieciocho cuarenta y cinco. Quedan quince minutos.
Vas al baño. Te lavas la cara. Estás sudando. Sudas cuando estás nervioso. Y
eso que eres alguien bien tranquilo. Pero los nervios van por dentro. No puedes
más. Vas a explotar. No quieres hacerlo. Pero debes. El deber.
Vuelves
a salón. Son las dieciocho cincuenta. Suena la puerta. Es Mario. No puedes
hacer esto, te grita desde el otro lado, estoy contigo. No puedes dejarme así.
No puedes mandarlo todo a la mierda, no ahora. Haces oídos sordos. Sé que estás
ahí, y sé a qué hora vas a hacerlo. Te conozco desde siempre. Te conozco como
me conozco a mí mismo. Me miro al espejo y te veo, por las mañanas, por las
noches. No le escuches, te dices. Venga, Jimbo, no hagas esto, por favor.
Venga, Jimbo, eres mi hermano, mi amigo. No puedes hacer esto. Venga.
Encontraremos una solución. No lo escuches. Lloras. Crees escuchar un “te
quiero”.
De
repente ya no se escucha nada. Solo Mahler. Te está dando taquicardia. Son las
dieciocho cincuenta y ocho. Venga. Relax. Vas a la cocina. Tomas un vaso de
agua. Vuelves al salón. Subes el volumen de la música y te sientas en el sofá
rojo. Miras el reloj: son las diecinueve cero cero; es el momento. Ya no hay
vuelta atrás.
Coges
el puñado de pastillas y te lo metes en la boca. Has abarcado mucho con la
mano, y ahora no puedes tragártelas todas de golpe. Y encima no tienes agua a
mano. Tras un segundo de angustia, consigues tragar. Te tumbas. Empiezas a
notar nublarse tu mente pasados dos minutos. Tus ojos están borrosos, y no es
por las lágrimas. Ya no lloras. Empiezas a notarte ligero, como si pudieras
flotar. Cierras los ojos y te dejas llevar.
En
medio de tu ensoñación, crees escuchar una puerta que se abre y unos brazos que
te zarandean. Te quiero, te está gritando Mario. Pero, ¿es verdad? ¿Está Mario
ahí, intentando salvarte de tu propio homicidio, o es acaso producto de las
pastillas que creas que está pasando eso? No lo sabes. Tus ojos ya no ven nada.
Se acabó. ¿O no?
-FIN-
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