Juan. Este relato lo escribí el 26 de marzo de 2012, en recuerdo de mi abuelo. Hoy es el aniversario del día que se fue y por eso creo que es el día perfecto para publicarlo en este blog. Muchos de vosotros ya lo habréis leído, pero los que no lo hayáis hecho, espero que lo disfrutéis. También os recuerdo que ya podéis seguirme en mi nueva página de Facebook. Un saludo y muchas gracias.
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Cinco, seis años
a lo sumo. Aún recuerdo cómo mi madre me vestía. Primero, la camisa blanca, el
pantalón negro y el tahalí. Después, la túnica de terciopelo roja. Para acabar,
el cinturón lila con borlas doradas. Me colocaba el escudo, normalmente con un
imperdible, los guantes blancos, el gorro, con más imperdibles en el cuello,
dejándolo caer en la espalda, y, finalmente, me colgaba el tambor. Rojo, con
bordes dorados. Ronco. Mi madre estaba muy agobiada, demasiado. No estaba
arreglada, pero mi hermana y yo nos teníamos que ir ya. El Domingo de Ramos
había hecho su entrada. Desquiciada, mi madre daba últimos retoques en el pelo
a mi hermana. Mi padre esperaba para llevarnos al principio de la procesión, en
la que acompañaríamos a Jesús en la borriquita. Suena el timbre. Llega mi
abuelo.
Exultante. Brillante. Ceremoniosa. Feliz. Orgullosa. La cara de mi
abuelo, al verme, no podía albergar más aspectos positivos. Vestido con su
traje, gris, que adornaba en la solapa con el escudo de la hermandad de San
Juan, exactamente igual al que llevaba yo, mi abuelo me dio dos besos.
−Eres el pimiento más guapo que he visto.
Todos los años me decía lo mismo. Los hermanos de San Juan se
denominaban, comúnmente, pimientos morrones, aunque todo el mundo lo
simplificaba en, simplemente, pimientos. Yo sonreía, tímido. Mi hermana,
corriendo, se acercaba a mi abuelo y le daba sus correspondientes dos besos. Mi
madre la perseguía con el bote de colonia "Nenuco", y ya de camino me
echó a mí una poca. Salíamos a la calle. Mi abuelo me miraba, esperando a que
rompiera a tocar el tambor. Yo lo tocaba, con fuerza pero con cariño.
Empezaba el desfile, y me coloqué en la fila con mis compañeros
cofrades. Mi abuelo se subió a la acera, a mi lado. No se despegó de mí en todo
el desfile. De vez en cuando lo miraba de reojo, y veía como sonreía. Al acabar
el desfile siempre me abrazaba y me decía que lo había hecho muy bien.
Con el tiempo las tradiciones cambian, y aquél niño que orgulloso
vestía su túnica, ahora tiene 16 años. Ya no viste de cofrade, ya no toca el
tambor. Es Viernes Santo por la mañana, muy temprano. Me he vestido y me he
bajado a la casa de mi tita, que me da de desayunar y se sienta conmigo a ver
la procesión. Mi abuelo nos acompaña. Es bastante mayor como para salir tocando
el tambor, y prefiere llevar su pasión por su hermandad desde dentro, pero con
el escudo en la solapa del traje. Nos sentamos a ver la procesión. Muertos de
frío. Me agarro a su brazo. Las hermandades van pasando una a una, hasta que
llega la suya, la nuestra. El estandarte rojo con la cruz dorada en el centro
aparece, sujetada por un hermano con la cara cubierta. Todos la llevan
cubierta. El sonido de los tambores roncos hace que mi abuelo se incorpore
desde la silla y se ponga de pie. Lo acompaño. "Pepe-pum, pepe-pum,
pepe-pum pum pum". Mi abuelo me aprieta la mano, que me tiene cogida desde
que el estandarte pasó por delante de nuestros ojos pegados de legañas. Lo miro
y me sonríe. Una brillante perla translucida brilla en su ojo. El final del
desfile de los hermanos de San Juan se acerca, y aparece la imagen de culto por
parte de los hermanos, y, como en mi caso, de los exhermanos. Todo el mundo se
levanta. Nosotros ya estábamos de pie. Miro a mi abuelo de nuevo. Está
llorando. Llorando silenciosamente. Mi cara se moja. Me palpo la mejilla y veo
que una lágrima rueda por ella. "Viva San Juan", grita mi abuelo.
"Viva", gritamos el resto.
Hoy por hoy veo la procesión del Viernes Santo solo. Mis amigos
están en la discoteca, mi abuelo la ve desde una nube. Yo se que él está
conmigo viéndola siempre, y es por eso que cuando pasa San Juan no puedo más
que llorar, solo. Hace mucho que se fue mi abuelo, pero yo no noté realmente su
ausencia hasta que llegó el Viernes Santo. Es por eso que doy tanta importancia
a este día, y es por eso por lo que, si algún día tengo un hijo o un
apadrinado, su nombre, claramente, será: Juan. Aunque mi abuelo se llamase
Isidro, yo se que, en el fondo, le hubiera gustado que yo lo llamase así. Así
que, si alguien quiere pasar su Viernes Santo conmigo, lo veré con buenos ojos,
pues sé que mi abuelo lo estará viviendo conmigo.
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