¡Buenos días a todos! Estoy muy contento por cómo está yendo todo con el blog y por eso estoy permitiéndome experimentar con mis escritos. Y lo que os presento hoy es el resultado de uno de esos experimentos. Diciembre nace de un videoclip, de una canción, que Depedro y Vetusta Morla sacaron hace unos años y que personalmente me encanta. La idea surgió en busca de estímulos para un nuevo relato, cuando me descubrí asombrado viendo el videoclip con un brillo en los ojos propio de un niño ante un regalo, y creí que la inspiración había llegado. Espero que os guste el relato y aquí os dejo la canción. Además, ya podéis seguirme en mi nueva página de Facebook. Un saludo ;)
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Hacía
frío y el pequeño Jimmy carecía de más abrigo que la vieja chaqueta vaquera que
heredó de su hermano. Sus diminutas manos se congelaban debajo de los guantes
rotos por los dedos que su madre le había dado. Diciembre acababa de empezar y
con ella había llegado la semana del teatro callejero. Todos los años, la
primera semana del último mes del año el centro de la ciudad se llenaba de
artistas callejeros, mimos, titiriteros y cómicos venidos de todos los rincones
del país. Jimmy lo sabía porque Marisa, la de la casa de al lado, se lo había
dicho. «Esa Marisa está loca, Jimmy. ¿Acaso no has visto su casa? Vive
enterrada en basura y se alimenta de gatos.», le había dicho su madre, pero
Jimmy consideraba que mejor alimentarse de gatos que no poder alimentarse de
nada, como le pasaba a él, su madre y sus cinco hermanos más de una vez y más
de dos a la semana.
Desde
que conoció la historia de los artistas callejeros, Jimmy siempre había querido
convertirse en uno de ellos. En el extrarradio no llegaba la magia que aquellos
seres llevaban y el pequeño se entretenía imaginándose uno de ellos y ensayando
sus números en la calle, alejado de casa para que su madre no le descubriera. A
veces imaginaba que era un mago y que sacaba conejos de chisteras y convertía
palos en ramos de flores, otras veces era un mimo y se quietaba y asemejaba una
estatua por ratos que a él se le hacía eternos –los mimos no eran sus
favoritos–, otras veces se imaginaba que era un superhéroe y hacía que volaba,
y, otras, cantaba, aunque cantar no se le daba del todo bien y solo se sabía
una canción que había escuchado a Marisa alguna vez:
«Ahí te encontré,
un héroe de otoño,
un soñador entre los locos,
me dices mejor te veo en diciembre,
ya volveré el año que viene.»
El
sonido de un acordeón acompañaba los pasos de Jimmy por el centro de la ciudad,
vagando sin rumbo a la espera de algo. Se había escapado de casa para cumplir
su sueño de convertirse en titiritero sin avisar a nadie. Su madre no quería
que él fuera titiritero y así se ahorraba una boca a la que tener que
alimentar. Sí que se había despedido de su hermano Rod, que compartía nombre
con su abuelo pero al que siempre llamaban por su diminutivo y que tenía dos
años menos que Jimmy, que acababa de alcanzar las dos cifras. Jimmy se sentía
mayor y creía que el momento de cumplir su sueño había llegado.
Llegó
a una gran plaza llena de gente y la música del acordeón se acompañó de
violines, guitarras y cajones. Yo veía a Jimmy a través del monitor de mi
despacho y conocía su historia porque conocía a Marisa y porque, al final,
Jimmy cumplió su sueño y su fama como titiritero le colmó de premios y
alegrías. Me levanté, con frío, a prepararme una taza de té y ponerme algo de
abrigo; había sido una buena decisión llevarme mi batín allí y la
cafetería-cocina me era una compañía inacabable en días de trabajo como aquél.
¡Qué frío hacía!
Perdí
de vista a Jimmy y lo busqué entre el gentío. Sabía que tenía que seguir en la
plaza y lo encontré junto a un héroe de otoño que vestía con mallas y una capa
en un tono ocre muy acorde con la estación; hojas secas de olmo decoraban el
disfraz. Jimmy reía e imitaba los gestos del mimo, que solo se movía si alguien
le echaba una moneda. Vi al pequeño Jimmy yendo de artista en artista, imitando
los gestos y riendo, solo. Y solo siguió lo que quedaba de tarde y, mientras el
frío arreciaba, las luces de las farolas sustituían a la del sol. Se me encogió
el corazón, viendo que el niño no sabía volver a casa y veía cómo su
determinación de no hacerlo le impedía invocar la ayuda de alguien para
encontrar el camino. Decidí entonces salir de la oficina e ir en su busca, pero
me fue imposible, y volví a sentarme delante del monitor con una pizza que
había comprado de camino para cenar.
Volví
a ver el pequeño gorro de Jimmy en el puerto, acompañado del héroe de por la
tarde, que ahora vestía ropas viejas y a todas luces poco calientes. Mi
curiosidad me obligó a hacer zoom y olvidarme del resto de obligaciones que
tenía y activé el micrófono. El hombre, que decía llamarse Sullivan, había
encontrado a Jimmy solo en un callejón, acurrucado y llorando, o eso entendí de
lo que decían. Sullivan había invitado a Jimmy a pasar la noche con él y con
algunos amigos suyos en un parking para caravanas en el que habían invitado al
mimo de disfraz heroico a dormir. Lo sé porque lo había visto ir allí la noche
anterior. Cuando llegaron encontraron a dos magos, tres titiriteros, dos
músicos y una bailarina. Se habían quitado la ropa y, mientras los músicos
tocaban el acordeón y los bongós respectivamente, la bailarina bailaba una
fusión entre ballet y música urbana y los titiriteros encendían una hoguera
para cocinar. Sullivan se sentó y Jimmy hizo lo mismo, con la cabeza gacha,
timorato.
Uno
de los músicos, el de los bongós, era viejo y daba un aire a Sabina, tanto que,
como había podido observar a través del monitor, su número iba de imitar al
cantante. Al ver que el niño se sentía cohibido, el músico sacó una guitarra y
empezó a cantar Tiramisú de limón. No
era una canción para niños, pero Sabina no tenía ninguna para niños y el
cantante pensó que aquella era la mejor para la situación. Yo podía verlo todo
desde mi butaca, y sabía que Jimmy también podía, pues tenía una capacidad
innata para estar en todos las conversaciones de su alrededor a la vez y de
observar cualquier detalle por nimio que fuera. Así descubrió que Sullivan
intentaba ligar con la chica bailarina, que, sentada al lado del mimo,
masajeaba sus callosos y delicados pies después de un agotador día de baile.
−Estás
preciosa hoy, −dijo Sullivan a la chica. –Dime una cosa, Dafne, ¿cuándo te
piensas enamorar de mí?
−
¿Enamorarme? ¿Yo? No, querido. –Se rió.− El amor no va así.
−
Claro que va así. Dos personas se enamoran y se vuelven eternos. ¿Es que acaso
no crees en el amor infinito?
−Es
precisamente por eso por lo que no puedo enamorarme de ti. El amor es infinito,
¿no? Eso se han empeñado en decirnos siempre. –Dafne cogió una salchicha que
uno de los titiriteros había puesto en un plato, ya pasada por la hoguera.
Mordió con un gesto de dolor provocado, tal vez, por el calor de la carne, que
acababa de ser apartada del fuego. –Si el amor es infinito, no tiene final,
pero tampoco tiene principio. Lo que tú te empeñas en ofrecerme no sería
infinito, sino sempiterno.
−Acabas
de inventarte esa palabra, −le dijo Sullivan, carcajeando−. ¿Cómo va a existir
el amor sin un principio? Todo tiene que tener un principio, ¿no?
−No
tiene por qué. O sí. Las mentes racionales que abundan hoy en día, como la
tuya, Sullivan, creen en que todo tiene un principio y un final, pero una de
las leyes más importantes de la física dice que la energía ni se crea ni se
destruye, sino que simplemente se transforma. ¿Eso no significa, entonces, que
la energía es infinita? No tiene un principio ni un final, como el amor
verdadero. Estoy harta de leer y ver películas de amor que no comprenden que
éste es un sentimiento incontrolable y fuera del control de cualquier persona o
institución. Sempiterno significa que algo tiene principio pero no final, y yo
creo que el amor verdadero no es sempiterno sino infinito, sin un final, sin un
principio. Los amantes de verdad saben que se aman antes de conocerse, antes de
verse ya se conocen, antes de besarse ya saben que van a hacerlo, antes de
separarse ya saben que hagan lo que hagan, estén donde estén, siempre van a
estar conectados. El amor es una energía totalmente diferente a lo que se
empeñan en vendernos.
Sullivan,
sin palabras, devoró con ansia su filete. Él había llevado pan para sus amigos
y ellos habían puesto la carne. Jimmy había seguido la conversación a la vez
que reía del imitador de Sabina cantando Pacto entre caballeros, y decidió
interceder por su nuevo amigo que, como él propio chico había descubierto, no
sabía cómo responder.
−
Y, ¿cómo sabes tú que Sullivan no es ese amor infinito de tu vida?, −preguntó
Jimmy a Dafne, que se mostró conmocionada al escuchar la voz de chico, pues aún
no había abierto la boca para otra cosa que comer.
−Vaya,
buena pregunta esa. Me gustas, chico. –La chica rió y sacudió el pelo de Jimmy.
–Si él fuera ese verdadero amor, infinito, que a mí me corresponde, tarde o
temprano lo sé. Pero prefiero no forzar la máquina, ¿me entiendes?
−Creo
que sí.
−Además,
−añadió Dafne−, a veces las personas no están destinadas a conocer al amor de
su vida. El destino es caprichoso y a veces no deja que dos personas que están
predestinadas a amarse para siempre se conozcan y se reconozcan. Es por eso que
hay tanta gente desdichada en el mundo. El problema de verdad es que estas
personas creen que en realidad es que no están destinadas a amar jamás, pero
eso no es así, es simplemente que no han llegado a conocer al amor de su vida.
La
música había cesado y todos escuchaban a la joven bailarina. Hasta yo, en mi
oficina, había dejado todo de lado para prestarle atención nada más que a ella.
−Eso
ha sido suficiente por hoy, Dafne, −dijo el imitador de Sabina, riendo−. Será
mejor que dejemos la filosofía hasta mañana, que nos espera un día duro.
Al
día siguiente, en el desayuno, Dafne y Sullivan acordaron, mientras Jimmy aún
dormía, que ese día actuarían los dos juntos y que intentarían enseñar al niño
algunas de sus técnicas. Aún nadie sabía de dónde había salido Jimmy, pero les
caía bien y para los artistas callejeros, donde comen dos comen tres.
Jimmy
estaba encantado, viendo cómo Dafne y Sullivan desarrollaban un pequeño teatro
de marionetas en el que ellos eran las marionetas y se movían como si
estuvieran hechos de madera. El pequeño llevaba una lata en la que los
viandantes iban dejando monedas y, de vez en cuando, algún billete. Aquello era
lo que el pequeño había buscado toda su vida. Era capaz de ver su sonrisa
brillando desde mi despacho, al que acababa de llegar tras haber ido a dormir
un rato y a ducharme, pues allí dentro el olor del tabaco se mezclaba con el
del café y el de la comida basura y el mejunje resultaba hediondo.
Al
anochecer de ese día, que por lo que supe después era el último de las jornadas
de arte callejero, mientras Sullivan y Dafne seguían con su teatrillo, Jimmy
vio a lo lejos a su madre y a su hermana mayor, Dora, acercarse. Su madre
parecía enfadada, pero aún no lo había visto, o eso quiso creer el niño, que
soltó la lata al lado de su amigo y corrió. Lo seguí por las calles de la
ciudad a sabiendas de a dónde se dirigía. Su madre no lo seguía, sino que
preguntaba por él a la gente de por allí. Incluso preguntó a Sullivan que
prefirió hacer que no sabía nada y evitar mancharse las manos con un problema
que aún no le pertenecía.
El
anochecer llegó y Sullivan y Dafne recogieron sus cosas mientras Jimmy se
acurrucaba al lado de las cenizas de la hoguera del día anterior en el parking
para caravanas. Sullivan creyó que aquella sería la última oportunidad de besar
a Dafne, cosa que se había convertido en su último objetivo ante las negativas
de ésta a enamorarse de él. Por eso, el mimo que ese día había hecho de
marioneta, decidió bajar el ritmo del paseo y también el volumen de su voz.
−
No creo en el destino, Dafne, −dijo, susurrando casi−. Pero sí que creo en la
suerte, y hoy la suerte me sonríe.
−
¿Por qué dices eso?
−Porque
tú estás aquí, conmigo, disfrutando de un bonito paseo a la luz de una luna más
bonita incluso que ayer que estaba llena. Y además estamos solos. Esta noche podría
ser eterna.
−Eterna
o… ¿sempiterna?
−Te
empeñas en esa palabra, ¿por qué?
−Porque
soy adicta a los principios, −dijo Dafne, cogiendo la mano del mimo. –Quizás
sea hoy el principio de algo.
Sullivan
acercó sus labios a los de la chica, temeroso de una reacción negativa. Dafne
aceptó el beso, escondidos en un callejón cerca del puerto, y disfrutó de un
momento que no olvidaría jamás.
−Tengo
que irme, −dijo la chica, de pronto.
−
¿No vienes al puerto hoy? –, preguntó Sullivan, que no quería despedirse aún.
−No,
Sulley, cojo un tren dentro de un rato. Es un nocturno, prefiero viajar de
noche y así duermo en un lugar caliente. Lo siento.
−No…
no lo sientas.
−Lo
nuestro es imposible, lo sabes. Nuestros trabajos son tan nómadas que una vida
juntos sería un caos para los dos y acabaríamos odiándonos. ¿Quieres eso?
−Quiero
volver a verte.
−Ya
volveré, el año que viene. Te veo en diciembre.
Y
la chica se marchó, como Cenicienta, huyendo impávida ante la posibilidad de
que su maravilla se perdiera y que la realidad la pillara siendo feliz. Dafne
había tatuado su nombre en Sullivan, que en ese momento sabía que no
descansaría hasta que volviera a verla.
El
mimo volvió donde las caravanas y descubrió un desierto lleno de basura y
restos de hogueras de noches anteriores. El grupo se había disuelto y él no
tenía donde pasar la noche. Un manto de estrellas y la belleza de la luna lo
arropaban mientras buscaba algo de comer entre los escombros, pero en vez de
eso encontró al pequeño Jimmy hecho un ovillo, temblando de frío. Hacía mucho
frío. Cogió al pequeño en brazos y salió del puerto en busca de un sitio más
recogido donde poder entrar en calor y ese lugar fue donde un rato antes había
besado a Dafne. Aún su olor bailaba en el aire cuando llegaron, y Jimmy se
despertó en los brazos de Sullivan.
Se
arrebujaron junto a unos cartones, al fondo del callejón, para que el frío no
pudiera encontrarlos, aunque éste es astuto y por cualquier recoveco se cuela.
No podía verlos desde mi monitor ya que la oscuridad era total, pero podía
escuchar su conversación. En toda mi vida había visto muy pocas historias como
esta, quizás ninguna, y no podía desaprovechar la oportunidad que me brindaba
mi trabajo. Que le dieran a mis obligaciones, un día es un día y aquel día se
acababa la semana del arte callejero y, con ello, el sueño del pequeño Jimmy.
−
¿Por qué huiste del espectáculo?−, preguntó Sullivan al pequeño.− ¿Acaso te dio
miedo?
−Vi a
mi madre, estaba buscándome.
−
¿Tu madre?
−Mi
madre, sí. Escapé de casa porque quiero ser artista callejero, como tú. Quiero
viajar y ver la alegría en la gente, quiero enamorarme y dormir a la luz de la
luna todos los días de mi vida.
−Pero,
pequeño, no sabes lo que dices. –La voz de Sullivan bajó, y yo tuve que
aumentar el volumen para escucharlo.−La vida del artista callejero es muy
difícil. No sabes cuándo vas a comer ni cuando vas a dormir en una cama. Seguro
que en casa tienes un plato caliente cada día y un colchón donde descansar.
−No
habría huido si fuera así. ¿Has visto mis ropas? Llevo años soñando con esto.
−Pues
vente conmigo. Haremos una actuación conjunta. ¿Te parece? Será difícil, ya te
lo digo, pero yo no cambiaría mi vida por nada.
−
¡Por supuesto! –Tenía el volumen del monitor tan alto que la habitación retumbó
con el grito del niño. − ¿A dónde vamos, pues?
−A
donde nos lleve el viento. Mira, descansaremos un rato e iremos a la estación
de trenes. Allí cogeremos el primer tren que podamos costearnos y viajaremos a
donde sea que nos lleven las vías.
−Vale.
Pero, oye, ¿y Dafne?
−
¿Qué pasa con ella? –Sullivan quería olvidar cuanto antes a la chica, pues aún
notaba el calor de sus labios y el sabor de su lengua.
−
Que dónde está. ¿No estaba contigo actuando?
−Tuvo
que irse, no la culpo. No estábamos destinados, como ella dijo.
−O
quizás sí. –Pese a que no podía verlo con mis ojos, sabía que el chico sonreía
y que en sus ojos brillaba el rojo del desafío. –Estoy convencido de que, al
final, el destino os volverá a unir.
−Quizás
sí.
El
mimo y el chico siguieron charlando el resto de la noche y, cuando el amanecer
despuntaba, fueron hacia la estación, que se levantaba vetusta ante los ojos de
un sol rojo que salía tras ella. Sullivan miró a Jimmy, que le guiñó un ojo, y
el mimo apretó la mano del chico. Entraron en la estación y miraron las
combinaciones hasta que vieron un tren que les convenía tanto en dinero para el
pasaje como en tiempo y la osadía que el nombre de la ciudad proponía.
Sentados
en el andén, a la espera del tren, el sol subía cada vez y Sullivan se acordó
de Dafne y de lo misteriosa que resultó su despedida. ¿Volvería a ver a la
chica? Algo dentro le decía que sí, que algún día sus caminos se cruzarían de
nuevo, pero estaba tan acostumbrado a conocer gente que jamás volvería a ver a
causa de su trabajo y de los viajes. Él no había elegido aquella vida, pero
sabía que no la cambiaría por nada. Adoraba viajar, conocer gente y rincones
inexplorados, aprender nuevos bailes y canciones nuevas. Y luego estaba Dafne,
guapa, sencilla, misteriosa, con su preciosa melena pelirroja y las pecas
decorando los pómulos que encumbraban esos eléctricos ojos negros. Dafne, que
se movía como si el mundo fuera suyo y hablaba como si el azar no existiera,
como si todo tuviera algo que ver en el gran puzle que es la vida de cada uno.
Jimmy
vio que Sullivan suspiraba y miraba al horizonte, pensativo.
−Vamos,
Sullivan, nunca he visto el final de las vías. Es ahí donde los enamorados se
despiden, ¿no?
−Sí,
bueno, ve tú si quieres, Jimmy, no tengo ganas ahora mismo.
−Va,
venga, no seas así. Si vienes te canto una canción. Es la única que me sé, y no
la canto como quien me la enseñó, pero es muy bonita.
−Está
bien, vale, −contestó a duras penas Sullivan, y se levantó del asiento. El
chico y él, de la mano, anduvieron en dirección al final de las vías, en
silencio, disfrutando del bullicio de la estación. Sullivan sacó un paquete de
tabaco. –No fumo casi nunca, pero un amanecer como este merece un cigarro. Tú
no fumes nunca, ¿vale? –El chico afirmó y siguieron el paseo, en silencio,
mientras el mimo hacía formas con el humo del cigarro. Cuando llegaron al final
de la estación, donde las vías se desligan de la ciudad, Sullivan recordó algo.
−¿Tú no me habías prometido una canción? −,dijo a Jimmy, guiñándole un ojo.
−Es
verdad, −señaló el chico−. Se me había olvidado. Ahí voy: «Ahí te encontré, un
héroe de otoño, un soñador, entre los locos, me dices mejor, te veo en
diciembre… ya volveré, el año, que viene.»
−Es
muy bonita. −Jimmy advirtió que Sullivan se restregaba una mano por el ojo y
tiraba la colilla del cigarro. –Volvamos, que ya mismo llega el tren.
Y
volvieron y llegó el tren y subieron y se acomodaron en sus asientos. Yo estaba
a punto de apagar el monitor y regalarme una merecida siesta tras toda la noche
sin dormir, cuando pasó algo insólito, tan impredecible y precioso que llegó en
el momento preciso para que yo no hubiera dado fin a la historia y adornar ese
final de un modo que ni el mejor escritor de novelas románticas habría podido
imaginar. Sullivan, sentado en su asiento del tren, en su vagón, vio una
silueta que le era familiar y su mirada se iluminó porque descubrió que igual
el destino sí que existía y que la noche anterior fue el inicio de algo, de
algo sempiterno. Dafne acababa de subir al tren y éste acababa de partir.
-FIN-
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