jueves, 3 de diciembre de 2015

Diciembre

¡Buenos días a todos! Estoy muy contento por cómo está yendo todo con el blog y por eso estoy permitiéndome experimentar con mis escritos. Y lo que os presento hoy es el resultado de uno de esos experimentos. Diciembre nace de un videoclip, de una canción, que Depedro y Vetusta Morla sacaron hace unos años y que personalmente me encanta. La idea surgió en busca de estímulos para un nuevo relato, cuando me descubrí asombrado viendo el videoclip con un brillo en los ojos propio de un niño ante un regalo, y creí que la inspiración había llegado. Espero que os guste el relato y aquí os dejo la canción. Además, ya podéis seguirme en mi nueva página de Facebook. Un saludo ;)

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Hacía frío y el pequeño Jimmy carecía de más abrigo que la vieja chaqueta vaquera que heredó de su hermano. Sus diminutas manos se congelaban debajo de los guantes rotos por los dedos que su madre le había dado. Diciembre acababa de empezar y con ella había llegado la semana del teatro callejero. Todos los años, la primera semana del último mes del año el centro de la ciudad se llenaba de artistas callejeros, mimos, titiriteros y cómicos venidos de todos los rincones del país. Jimmy lo sabía porque Marisa, la de la casa de al lado, se lo había dicho. «Esa Marisa está loca, Jimmy. ¿Acaso no has visto su casa? Vive enterrada en basura y se alimenta de gatos.», le había dicho su madre, pero Jimmy consideraba que mejor alimentarse de gatos que no poder alimentarse de nada, como le pasaba a él, su madre y sus cinco hermanos más de una vez y más de dos a la semana.
Desde que conoció la historia de los artistas callejeros, Jimmy siempre había querido convertirse en uno de ellos. En el extrarradio no llegaba la magia que aquellos seres llevaban y el pequeño se entretenía imaginándose uno de ellos y ensayando sus números en la calle, alejado de casa para que su madre no le descubriera. A veces imaginaba que era un mago y que sacaba conejos de chisteras y convertía palos en ramos de flores, otras veces era un mimo y se quietaba y asemejaba una estatua por ratos que a él se le hacía eternos –los mimos no eran sus favoritos–, otras veces se imaginaba que era un superhéroe y hacía que volaba, y, otras, cantaba, aunque cantar no se le daba del todo bien y solo se sabía una canción que había escuchado a Marisa alguna vez:
«Ahí te encontré,
un héroe de otoño,
un soñador entre los locos,
me dices mejor te veo en diciembre,
ya volveré el año que viene.»
El sonido de un acordeón acompañaba los pasos de Jimmy por el centro de la ciudad, vagando sin rumbo a la espera de algo. Se había escapado de casa para cumplir su sueño de convertirse en titiritero sin avisar a nadie. Su madre no quería que él fuera titiritero y así se ahorraba una boca a la que tener que alimentar. Sí que se había despedido de su hermano Rod, que compartía nombre con su abuelo pero al que siempre llamaban por su diminutivo y que tenía dos años menos que Jimmy, que acababa de alcanzar las dos cifras. Jimmy se sentía mayor y creía que el momento de cumplir su sueño había llegado.
Llegó a una gran plaza llena de gente y la música del acordeón se acompañó de violines, guitarras y cajones. Yo veía a Jimmy a través del monitor de mi despacho y conocía su historia porque conocía a Marisa y porque, al final, Jimmy cumplió su sueño y su fama como titiritero le colmó de premios y alegrías. Me levanté, con frío, a prepararme una taza de té y ponerme algo de abrigo; había sido una buena decisión llevarme mi batín allí y la cafetería-cocina me era una compañía inacabable en días de trabajo como aquél. ¡Qué frío hacía!
Perdí de vista a Jimmy y lo busqué entre el gentío. Sabía que tenía que seguir en la plaza y lo encontré junto a un héroe de otoño que vestía con mallas y una capa en un tono ocre muy acorde con la estación; hojas secas de olmo decoraban el disfraz. Jimmy reía e imitaba los gestos del mimo, que solo se movía si alguien le echaba una moneda. Vi al pequeño Jimmy yendo de artista en artista, imitando los gestos y riendo, solo. Y solo siguió lo que quedaba de tarde y, mientras el frío arreciaba, las luces de las farolas sustituían a la del sol. Se me encogió el corazón, viendo que el niño no sabía volver a casa y veía cómo su determinación de no hacerlo le impedía invocar la ayuda de alguien para encontrar el camino. Decidí entonces salir de la oficina e ir en su busca, pero me fue imposible, y volví a sentarme delante del monitor con una pizza que había comprado de camino para cenar.
Volví a ver el pequeño gorro de Jimmy en el puerto, acompañado del héroe de por la tarde, que ahora vestía ropas viejas y a todas luces poco calientes. Mi curiosidad me obligó a hacer zoom y olvidarme del resto de obligaciones que tenía y activé el micrófono. El hombre, que decía llamarse Sullivan, había encontrado a Jimmy solo en un callejón, acurrucado y llorando, o eso entendí de lo que decían. Sullivan había invitado a Jimmy a pasar la noche con él y con algunos amigos suyos en un parking para caravanas en el que habían invitado al mimo de disfraz heroico a dormir. Lo sé porque lo había visto ir allí la noche anterior. Cuando llegaron encontraron a dos magos, tres titiriteros, dos músicos y una bailarina. Se habían quitado la ropa y, mientras los músicos tocaban el acordeón y los bongós respectivamente, la bailarina bailaba una fusión entre ballet y música urbana y los titiriteros encendían una hoguera para cocinar. Sullivan se sentó y Jimmy hizo lo mismo, con la cabeza gacha, timorato.
Uno de los músicos, el de los bongós, era viejo y daba un aire a Sabina, tanto que, como había podido observar a través del monitor, su número iba de imitar al cantante. Al ver que el niño se sentía cohibido, el músico sacó una guitarra y empezó a cantar Tiramisú de limón. No era una canción para niños, pero Sabina no tenía ninguna para niños y el cantante pensó que aquella era la mejor para la situación. Yo podía verlo todo desde mi butaca, y sabía que Jimmy también podía, pues tenía una capacidad innata para estar en todos las conversaciones de su alrededor a la vez y de observar cualquier detalle por nimio que fuera. Así descubrió que Sullivan intentaba ligar con la chica bailarina, que, sentada al lado del mimo, masajeaba sus callosos y delicados pies después de un agotador día de baile.
−Estás preciosa hoy, −dijo Sullivan a la chica. –Dime una cosa, Dafne, ¿cuándo te piensas enamorar de mí?
− ¿Enamorarme? ¿Yo? No, querido. –Se rió.− El amor no va así.
− Claro que va así. Dos personas se enamoran y se vuelven eternos. ¿Es que acaso no crees en el amor infinito?
−Es precisamente por eso por lo que no puedo enamorarme de ti. El amor es infinito, ¿no? Eso se han empeñado en decirnos siempre. –Dafne cogió una salchicha que uno de los titiriteros había puesto en un plato, ya pasada por la hoguera. Mordió con un gesto de dolor provocado, tal vez, por el calor de la carne, que acababa de ser apartada del fuego. –Si el amor es infinito, no tiene final, pero tampoco tiene principio. Lo que tú te empeñas en ofrecerme no sería infinito, sino sempiterno.
−Acabas de inventarte esa palabra, −le dijo Sullivan, carcajeando−. ¿Cómo va a existir el amor sin un principio? Todo tiene que tener un principio, ¿no?
−No tiene por qué. O sí. Las mentes racionales que abundan hoy en día, como la tuya, Sullivan, creen en que todo tiene un principio y un final, pero una de las leyes más importantes de la física dice que la energía ni se crea ni se destruye, sino que simplemente se transforma. ¿Eso no significa, entonces, que la energía es infinita? No tiene un principio ni un final, como el amor verdadero. Estoy harta de leer y ver películas de amor que no comprenden que éste es un sentimiento incontrolable y fuera del control de cualquier persona o institución. Sempiterno significa que algo tiene principio pero no final, y yo creo que el amor verdadero no es sempiterno sino infinito, sin un final, sin un principio. Los amantes de verdad saben que se aman antes de conocerse, antes de verse ya se conocen, antes de besarse ya saben que van a hacerlo, antes de separarse ya saben que hagan lo que hagan, estén donde estén, siempre van a estar conectados. El amor es una energía totalmente diferente a lo que se empeñan en vendernos.
Sullivan, sin palabras, devoró con ansia su filete. Él había llevado pan para sus amigos y ellos habían puesto la carne. Jimmy había seguido la conversación a la vez que reía del imitador de Sabina cantando Pacto entre caballeros, y decidió interceder por su nuevo amigo que, como él propio chico había descubierto, no sabía cómo responder.
− Y, ¿cómo sabes tú que Sullivan no es ese amor infinito de tu vida?, −preguntó Jimmy a Dafne, que se mostró conmocionada al escuchar la voz de chico, pues aún no había abierto la boca para otra cosa que comer.
−Vaya, buena pregunta esa. Me gustas, chico. –La chica rió y sacudió el pelo de Jimmy. –Si él fuera ese verdadero amor, infinito, que a mí me corresponde, tarde o temprano lo sé. Pero prefiero no forzar la máquina, ¿me entiendes?
−Creo que sí.
−Además, −añadió Dafne−, a veces las personas no están destinadas a conocer al amor de su vida. El destino es caprichoso y a veces no deja que dos personas que están predestinadas a amarse para siempre se conozcan y se reconozcan. Es por eso que hay tanta gente desdichada en el mundo. El problema de verdad es que estas personas creen que en realidad es que no están destinadas a amar jamás, pero eso no es así, es simplemente que no han llegado a conocer al amor de su vida.
La música había cesado y todos escuchaban a la joven bailarina. Hasta yo, en mi oficina, había dejado todo de lado para prestarle atención nada más que a ella.
−Eso ha sido suficiente por hoy, Dafne, −dijo el imitador de Sabina, riendo−. Será mejor que dejemos la filosofía hasta mañana, que nos espera un día duro.
Al día siguiente, en el desayuno, Dafne y Sullivan acordaron, mientras Jimmy aún dormía, que ese día actuarían los dos juntos y que intentarían enseñar al niño algunas de sus técnicas. Aún nadie sabía de dónde había salido Jimmy, pero les caía bien y para los artistas callejeros, donde comen dos comen tres.
Jimmy estaba encantado, viendo cómo Dafne y Sullivan desarrollaban un pequeño teatro de marionetas en el que ellos eran las marionetas y se movían como si estuvieran hechos de madera. El pequeño llevaba una lata en la que los viandantes iban dejando monedas y, de vez en cuando, algún billete. Aquello era lo que el pequeño había buscado toda su vida. Era capaz de ver su sonrisa brillando desde mi despacho, al que acababa de llegar tras haber ido a dormir un rato y a ducharme, pues allí dentro el olor del tabaco se mezclaba con el del café y el de la comida basura y el mejunje resultaba hediondo.
Al anochecer de ese día, que por lo que supe después era el último de las jornadas de arte callejero, mientras Sullivan y Dafne seguían con su teatrillo, Jimmy vio a lo lejos a su madre y a su hermana mayor, Dora, acercarse. Su madre parecía enfadada, pero aún no lo había visto, o eso quiso creer el niño, que soltó la lata al lado de su amigo y corrió. Lo seguí por las calles de la ciudad a sabiendas de a dónde se dirigía. Su madre no lo seguía, sino que preguntaba por él a la gente de por allí. Incluso preguntó a Sullivan que prefirió hacer que no sabía nada y evitar mancharse las manos con un problema que aún no le pertenecía.
El anochecer llegó y Sullivan y Dafne recogieron sus cosas mientras Jimmy se acurrucaba al lado de las cenizas de la hoguera del día anterior en el parking para caravanas. Sullivan creyó que aquella sería la última oportunidad de besar a Dafne, cosa que se había convertido en su último objetivo ante las negativas de ésta a enamorarse de él. Por eso, el mimo que ese día había hecho de marioneta, decidió bajar el ritmo del paseo y también el volumen de su voz.
− No creo en el destino, Dafne, −dijo, susurrando casi−. Pero sí que creo en la suerte, y hoy la suerte me sonríe.
− ¿Por qué dices eso?
−Porque tú estás aquí, conmigo, disfrutando de un bonito paseo a la luz de una luna más bonita incluso que ayer que estaba llena. Y además estamos solos. Esta noche podría ser eterna.
−Eterna o… ¿sempiterna?
−Te empeñas en esa palabra, ¿por qué?
−Porque soy adicta a los principios, −dijo Dafne, cogiendo la mano del mimo. –Quizás sea hoy el principio de algo.
Sullivan acercó sus labios a los de la chica, temeroso de una reacción negativa. Dafne aceptó el beso, escondidos en un callejón cerca del puerto, y disfrutó de un momento que no olvidaría jamás.
−Tengo que irme, −dijo la chica, de pronto.
− ¿No vienes al puerto hoy? –, preguntó Sullivan, que no quería despedirse aún.
−No, Sulley, cojo un tren dentro de un rato. Es un nocturno, prefiero viajar de noche y así duermo en un lugar caliente. Lo siento.
−No… no lo sientas.
−Lo nuestro es imposible, lo sabes. Nuestros trabajos son tan nómadas que una vida juntos sería un caos para los dos y acabaríamos odiándonos. ¿Quieres eso?
−Quiero volver a verte.
−Ya volveré, el año que viene. Te veo en diciembre.
Y la chica se marchó, como Cenicienta, huyendo impávida ante la posibilidad de que su maravilla se perdiera y que la realidad la pillara siendo feliz. Dafne había tatuado su nombre en Sullivan, que en ese momento sabía que no descansaría hasta que volviera a verla.
El mimo volvió donde las caravanas y descubrió un desierto lleno de basura y restos de hogueras de noches anteriores. El grupo se había disuelto y él no tenía donde pasar la noche. Un manto de estrellas y la belleza de la luna lo arropaban mientras buscaba algo de comer entre los escombros, pero en vez de eso encontró al pequeño Jimmy hecho un ovillo, temblando de frío. Hacía mucho frío. Cogió al pequeño en brazos y salió del puerto en busca de un sitio más recogido donde poder entrar en calor y ese lugar fue donde un rato antes había besado a Dafne. Aún su olor bailaba en el aire cuando llegaron, y Jimmy se despertó en los brazos de Sullivan.
Se arrebujaron junto a unos cartones, al fondo del callejón, para que el frío no pudiera encontrarlos, aunque éste es astuto y por cualquier recoveco se cuela. No podía verlos desde mi monitor ya que la oscuridad era total, pero podía escuchar su conversación. En toda mi vida había visto muy pocas historias como esta, quizás ninguna, y no podía desaprovechar la oportunidad que me brindaba mi trabajo. Que le dieran a mis obligaciones, un día es un día y aquel día se acababa la semana del arte callejero y, con ello, el sueño del pequeño Jimmy.
− ¿Por qué huiste del espectáculo?−, preguntó Sullivan al pequeño.− ¿Acaso te dio miedo?
  −Vi a mi madre, estaba buscándome.
− ¿Tu madre?
−Mi madre, sí. Escapé de casa porque quiero ser artista callejero, como tú. Quiero viajar y ver la alegría en la gente, quiero enamorarme y dormir a la luz de la luna todos los días de mi vida.
−Pero, pequeño, no sabes lo que dices. –La voz de Sullivan bajó, y yo tuve que aumentar el volumen para escucharlo.−La vida del artista callejero es muy difícil. No sabes cuándo vas a comer ni cuando vas a dormir en una cama. Seguro que en casa tienes un plato caliente cada día y un colchón donde descansar.
−No habría huido si fuera así. ¿Has visto mis ropas? Llevo años soñando con esto.
−Pues vente conmigo. Haremos una actuación conjunta. ¿Te parece? Será difícil, ya te lo digo, pero yo no cambiaría mi vida por nada.
− ¡Por supuesto! –Tenía el volumen del monitor tan alto que la habitación retumbó con el grito del niño. − ¿A dónde vamos, pues?
−A donde nos lleve el viento. Mira, descansaremos un rato e iremos a la estación de trenes. Allí cogeremos el primer tren que podamos costearnos y viajaremos a donde sea que nos lleven las vías.
−Vale. Pero, oye, ¿y Dafne?
− ¿Qué pasa con ella? –Sullivan quería olvidar cuanto antes a la chica, pues aún notaba el calor de sus labios y el sabor de su lengua.
− Que dónde está. ¿No estaba contigo actuando?
−Tuvo que irse, no la culpo. No estábamos destinados, como ella dijo.
−O quizás sí. –Pese a que no podía verlo con mis ojos, sabía que el chico sonreía y que en sus ojos brillaba el rojo del desafío. –Estoy convencido de que, al final, el destino os volverá a unir.
−Quizás sí.
El mimo y el chico siguieron charlando el resto de la noche y, cuando el amanecer despuntaba, fueron hacia la estación, que se levantaba vetusta ante los ojos de un sol rojo que salía tras ella. Sullivan miró a Jimmy, que le guiñó un ojo, y el mimo apretó la mano del chico. Entraron en la estación y miraron las combinaciones hasta que vieron un tren que les convenía tanto en dinero para el pasaje como en tiempo y la osadía que el nombre de la ciudad proponía.
Sentados en el andén, a la espera del tren, el sol subía cada vez y Sullivan se acordó de Dafne y de lo misteriosa que resultó su despedida. ¿Volvería a ver a la chica? Algo dentro le decía que sí, que algún día sus caminos se cruzarían de nuevo, pero estaba tan acostumbrado a conocer gente que jamás volvería a ver a causa de su trabajo y de los viajes. Él no había elegido aquella vida, pero sabía que no la cambiaría por nada. Adoraba viajar, conocer gente y rincones inexplorados, aprender nuevos bailes y canciones nuevas. Y luego estaba Dafne, guapa, sencilla, misteriosa, con su preciosa melena pelirroja y las pecas decorando los pómulos que encumbraban esos eléctricos ojos negros. Dafne, que se movía como si el mundo fuera suyo y hablaba como si el azar no existiera, como si todo tuviera algo que ver en el gran puzle que es la vida de cada uno.
Jimmy vio que Sullivan suspiraba y miraba al horizonte, pensativo.
−Vamos, Sullivan, nunca he visto el final de las vías. Es ahí donde los enamorados se despiden, ¿no?
−Sí, bueno, ve tú si quieres, Jimmy, no tengo ganas ahora mismo.
−Va, venga, no seas así. Si vienes te canto una canción. Es la única que me sé, y no la canto como quien me la enseñó, pero es muy bonita.
−Está bien, vale, −contestó a duras penas Sullivan, y se levantó del asiento. El chico y él, de la mano, anduvieron en dirección al final de las vías, en silencio, disfrutando del bullicio de la estación. Sullivan sacó un paquete de tabaco. –No fumo casi nunca, pero un amanecer como este merece un cigarro. Tú no fumes nunca, ¿vale? –El chico afirmó y siguieron el paseo, en silencio, mientras el mimo hacía formas con el humo del cigarro. Cuando llegaron al final de la estación, donde las vías se desligan de la ciudad, Sullivan recordó algo. −¿Tú no me habías prometido una canción? −,dijo a Jimmy, guiñándole un ojo.
−Es verdad, −señaló el chico−. Se me había olvidado. Ahí voy: «Ahí te encontré, un héroe de otoño, un soñador, entre los locos, me dices mejor, te veo en diciembre… ya volveré, el año, que viene.»
−Es muy bonita. −Jimmy advirtió que Sullivan se restregaba una mano por el ojo y tiraba la colilla del cigarro. –Volvamos, que ya mismo llega el tren.
Y volvieron y llegó el tren y subieron y se acomodaron en sus asientos. Yo estaba a punto de apagar el monitor y regalarme una merecida siesta tras toda la noche sin dormir, cuando pasó algo insólito, tan impredecible y precioso que llegó en el momento preciso para que yo no hubiera dado fin a la historia y adornar ese final de un modo que ni el mejor escritor de novelas románticas habría podido imaginar. Sullivan, sentado en su asiento del tren, en su vagón, vio una silueta que le era familiar y su mirada se iluminó porque descubrió que igual el destino sí que existía y que la noche anterior fue el inicio de algo, de algo sempiterno. Dafne acababa de subir al tren y éste acababa de partir.   


-FIN-

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