miércoles, 22 de junio de 2016

De las galletas y lo que le siguen.

Buenos días, gilipollas. Este relato lo escribí originalmente para L'as cagao Lorrie Moore, y lo podéis leer en el siguiente enlace. Espero que os guste. 
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Fue una mañana de agosto. Yo me había ido a la rivera del río, huyendo del aburrimiento que tenía en mi casa y en busca de un poco de aire fresco. Hacía mucho calor y me quité la camiseta. Me estaba columpiando en el balancín que mi padre me había hecho con un viejo neumático cuando apareció el padre Michael.
−Buenos días, Christian. ¿Cómo estás hoy? No te he visto en misa esta mañana.
−No he podido ir, padre, me sentía mal. Pero mañana iré−, dije, mintiendo claramente.
−Mañana tienes colegio, pero no pasa nada. Vuelve el domingo que viene.
Se fue. Seguí columpiándome y al cabo de unos cinco minutos volvió.
−Christian, ¿quieres acompañarme? Me apetece hablar contigo sobre algo.
Yo, aburrido como estaba y a sabiendas que el padre Michael siempre tenía galletas caseras, lo acompañé. No fuimos a la iglesia, sino a su casa, un pequeño piso en el centro del pueblo. Entrar en ese lugar me dejó claro que los curas no viven en la austeridad, precisamente, aunque en aquel tiempo no podía pensar en algo así, obviamente. Era muy pequeño, once años creo recordar.
El padre Michael venía de Boston, de un barrio de negros, donde había luchado por sus derechos a la vez que proclamaba la palabra de Dios. Era un hombre gordo, con un pelo rubio cano y con unas gafas redondas, que completaban una cara con una poblada barba rubia cana y que parecía formar una única pieza con su pelo. Era amable y escuchaba música de Otis Redding todo el tiempo. Me dijo que me sentara en su sofá y que me pusiera cómodo. Le hice caso.
Trajo unas galletas caseras, como yo esperaba, y una tetera humeante. El Té, me dijo, está hecho para limpiar el sistema digestivo pero también el alma. Era té inglés, muy amargo, pero me gustaba.
El padre Michael empezó a hablarme de lo importante que es Dios en la vida del ser humano, y de cómo la palabra del mismo tenía muchas interpretaciones. Yo, que era simplemente un niño, creía todo lo que los mayores me decían a pies juntillas, pues aún no había desarrollado mi capacidad de razonamiento totalmente. Me dijo que a veces, lo que pone en la Biblia es solamente una forma de proceder que antaño se aceptaba por dogma pero que hoy en día se podía interpretar de otras maneras. Como la homosexualidad y todos los tipos de sexualidad que existen y que yo, por aquel entonces, no conocía, obviamente. Según el padre Michael, Dios tiene cabida en sus brazos para todo el mundo, pues todos somos sus hijos, y que a él no le importa quién habite en nuestra cama, sino quién habite en nuestro corazón. Dios perdona todos los pecados, y aunque algunos radicales pensaran que el sexo entre personas del mismo sexo fuera uno, no lo era ni de lejos.
El sol pareció desaparecer y el saloncito del padre Michael oscureció. Además, cada vez hacía más calor. Yo tenía puesta mi camiseta y sudaba. El padre Michael estaba sentado a mi lado, sudando.
− ¿Tienes calor?
−Sí, padre.
−Quítate la camiseta si quieres−, me dijo. –Yo voy a hacer lo mismo.
Sin darme tiempo a contestar, cogió mi camiseta y me ayudó a quitármela. Luego se quitó su camisa negra y dejó al descubierto su enorme torso peludo, rubio cano. Unos enormes pezones rosa pálido decoraban un cuerpo redondo con un enorme ombligo, casi ridículo, rodeado por un bosque amarillo.
−Estás muy delgado−, me dijo, mirándome. − ¿Comes bien en casa?
−Sí, padre, pero en mi familia todos somos muy delgados. Mi padre dice que es genética.
El padre Michael empezó a acariciar mi espalda con su enorme mano. Sus brazos también eran muy peludos.
−Christian, ¿has besado ya alguna chica?
−No, padre. Las chicas no me gustan, siempre estamos peleando.
−Eso es porque aún eres muy joven. Tienes algo aquí−, dijo, y con su mano acarició mis labios. –Espera−, y pasó su lengua por la comisura de mi boca. Después introdujo su lengua.
Yo, confuso, le dejé hacer. ¿Qué podría hacer? Era el padre Michael, el cura de mi pueblo. Era un hombre inteligente y un enviado de Dios para proclamar su palabra. Todo lo que él hiciera sería siguiendo órdenes del creador, por lo que estaba bien. Su lengua era rugosa, y su bigote me hacía cosquillas. Paró y me preguntó si me había gustado. No supe qué contestar.
Volvió a besarme y acarició mi torso desnudo con sus grandes manos, también rugosas. Cogió mis manos y empezó a acariciar su velludo pecho con ellas. Era una sensación extraña, como acariciar un peluche que respira. Me dijo que pellizcara sus pezones y yo lo hice. Siguió besándome en la boca, el cuello y el pecho, y después de un rato me levantó y me llevó a su dormitorio.
−No tengas miedo, Christian, esto es solo un juego. Lo vamos a pasar muy bien−, dijo, y acarició el pelo de mi cabeza, como todos los mayores hacían.
Me tumbó en su cama y siguió besándome. Yo seguía acariciando su velludo pecho, y entonces noté algo grande y duro en sus pantalones. Me dijo que los desabrochara y le ayudara a quitárselos. Él hizo lo mismo conmigo. Estábamos en calzoncillos y su pito estaba grande y duro. El mío también.
Me volvió a besar y me quitó los calzoncillos. Cogió mi pito con sus manos y empezó a chuparlo. Su bigote me hacía muchas cosquillas, pero me gustaba, o eso creo. Sentí unas ganas repentinas de hacer pipí, y cuando él retiró su boca de mi pito un líquido blanco salía de él. Pensé que serían babas. Ahora entiendo qué era aquello. Después de eso, me obligó a quitarle los calzoncillos, y un enorme pito peludo salió de allí. Me dijo que lo tocara sin miedo, que lo acariciara. Sus huevos eran grandes.
−Chúpalo, −me dijo.−Dios querría que lo hicieras.
Con cara de asco, probé a chuparlo. No era desagradable, pero tampoco me gustaba. El padre Michael cogió mi cabeza y metió todo su pito en mi boca. Casi me atraganto. Tras un rato chupando su pito, me lo sacó de la boca y volvió a besarme. Después de su pito, su lengua me gustó más. Ahora lo acariciaba sin que él tuviera que decirme cómo. Estaba aprendiendo.
Me dio la vuelta en la cama y empezó a tocar mi culo. De repente noté que algo mojado acariciaba la raja de mis nalgas, era su pito. Un dolor enorme me recorrió la columna cuando su pito se introdujo en mi culo. Entonces noté cómo entraba y salía varias veces. El padre Michael gemía y respiraba forzosamente. Se tumbó encima de mí y empezó a besar mi cuello, mientras su pito seguía frotándose en el interior de mi culo. Notaba su pecho peludo en mi espalda, sus pezones, duros, contra mis omóplatos.
−Lo estás haciendo muy bien, Michael.
Volvió a besar mi boca, con su espesa barba, y con su gran mano frotaba mi pene a la vez que me follaba. Me estaba follando.
Me levantó y me dijo que le acompañara a la ducha, que era el momento de darnos un baño. Me besó allí mientras el agua, helada, recorría nuestros cuerpos. El pelo de su pecho, surcado de agua, dibujaba ramas como de un árbol. Me hizo chuparle los pezones, y después su pene otra vez, hasta que el semen salió del mismo y recorrió mi barbilla y mi pecho. Jadeó y me besó. Me abrazó. Me ayudó a ducharme, me enjabonó entero y después me ayudó a vestirme.
−Lo hemos pasado muy bien, ¿verdad?
Yo, que no sabía si podía responder que no, le dije que sí. Sonrió, me besó y me dio una bolsa con galletas de chocolate. Me dijo que podíamos jugar a ese juego alguna vez más, si yo quería. Le dije que vale, timorato de lo que podría pasar si decía que no.
Pero no volvió a ocurrir. Dos semanas más tarde, el padre Michael fue arrestado por abusos a menores. Yo no quise contarles a mis padres que era uno de los niños de los que había abusado, por miedo a que me castigaran o algo peor. Era un niño. Durante un mes, mi pueblo se llenó de periodistas que preguntaban a todo el mundo si sabía algo.
Una periodista rubia, muy guapa, vestida con un traje de ejecutiva, me preguntó si yo sabía algo, y yo le contesté que no. Aún hoy me arrepiento de no haber contado la verdad. Quizás mis padres me podrían haber ayudado con todo lo que pasó después de eso.
Mi adolescencia se convirtió en un completo caos, no tenía amigos y desconfiaba de todo el mundo a mi alrededor. Si el padre Michael, que era un enviado de Dios, me había hecho eso, ¿qué podrían hacerme las personas que no creían en el creador? Desconfiaba de los compañeros de clase, tenía miedo de las chicas.
Cuando acabé el instituto, mi padre me llevó a trabajar con él a la fábrica de cerveza del pueblo. Después de dos años, el jefe me ascendió y me trasladé cerca de Boston, donde estaba la sede central de la empresa. Desde entonces y hasta hoy he estado trabajando allí.
Mi vida, hoy en día, se reduce al trabajo, volver a mi apartamento de doscientos dólares al mes, comida basura y cigarrillos baratos.
Desde aquel día no he vuelto a follar con nadie. Ni un beso. Me duele el contacto físico. Ni siquiera puedo abrazar a mi madre sin que mi alma se resienta.
El padre Michael arruinó mi vida, y también la de muchos niños como yo.
El día antes de mudarme aquí, mi padre me llevó a beber cerveza después del trabajo. No he parado de beber desde entonces. Es el único medio que conozco para dormir. Todos los días, después del trabajo voy directo, sin cambiarme, ducharme ni nada, al bar más cercano a mi casa. La camarera, Fátima, marroquí, es muy guapa y agradable, pero sabe que si yo voy al bar es para estar solo y beber. A veces llama al taxi para que me lleve a casa, porque estoy demasiado borracho para hacerlo por mi cuenta.
−Hola a todos, mi nombre es Christian y soy alcohólico. Esta es mi historia. 

-FIN-

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