viernes, 1 de julio de 2016

Mundos, y Sevilla.

−No me etiquetes. Odio las etiquetas.
− ¿A qué te refieres?−, pregunté yo, dando un trago a mi Corona.
−El mundo está lleno de etiquetas. ¿Por qué? No lo entiendo. Las etiquetas lo que hacen es limitarlo todo, y no comparto eso para nada. Si buscas en un diccionario la definición de hombre, encontrarás “persona del sexo masculino”, y si buscas mujer, encontrarás “persona del sexo femenino”. Para mí, las palabras hombre y mujer son etiquetas, y la verdadera esencia se encuentra en la similitud que hay en ambas definiciones. Personas. La palabra persona engloba a todos los seres humanos con capacidad de razonar, de sentir, de vivir.

− Pero, aún así, los hombres y las mujeres son diferentes−, dije yo, intentando seguir la conversación. ¿Cómo había empezado? No lo sabía, pero no quería que acabara. Aquel muchacho, de físico típico judío, vestido a la moda pero de forma diferente a la moda, con unas gafas redondas que le daban el aire de intelectual que ahora confirmaba y con una poblada barba cobriza, había conseguido que la fiesta en la que estábamos se convirtiera en un universo completamente diferente a donde nos encontrábamos él y yo. Se me había acabado la cerveza, pero no me levanté para coger otra simplemente por no acabar aquella conversación.
−No. Lo único que diferencia a hombres y mujeres es lo que hay en sus entrepiernas. Sí, ya sé que hay muchos estudios científicos que consideran que hombres y mujeres son completamente diferentes, tanto física como mentalmente, pero el mundo sería mucho mejor si se les considerara iguales. Y no hablo de feminismo, ni mucho menos. El feminismo es otra etiqueta que habría que borrar, y no lo digo a malas. Me gusta su lucha y les admiro, pero considero que todo lo que hacen es innecesario si el ser humano abre su mente. Si, desde un primer momento los seres humanos se hubieran considerado iguales, hoy en día ni el feminismo, ni el machismo, ni el hembrismo existirían, así como problemas mayores como la homofobia o la xenofobia. Y es algo que también atañe al lenguaje. En inglés, los adjetivos y los sustantivos, en general, no tienen género. ¿Por qué nosotros, hispanohablantes, que tenemos un lenguaje más rico que ellos, más bello también, tenemos que ponerle género a todo? Etiquetar es limitar, vuelvo a repetir.
Se estaba poniendo nervioso, casi agresivo, pero tenía razón al fin y al cabo. Su discurso me parecía totalmente lógico y, además, muy atractivo.
−Pero, ¿a cuento de qué vienes este discurso? No me acuerdo dónde habíamos comenzado la conversación.
− ¿En serio?−, preguntó, mirándome por encima de sus gafas. –Será mejor que vaya a por dos cervezas y empecemos de nuevo.
Volvió al cabo de dos minutos, con una Corona para mí y una Stella para él.
−Me preguntaste si era gay. Ahí empezamos la conversación. Y ni siquiera sabes mi nombre. Y eso, querida, es totalmente descortés y fuera de lugar. Te acercaste a mí, con esa sonrisa inocente y me dijiste: perdona, ¿eres gay? ¿Qué forma de comenzar una conversación es esa? Me etiquetas sin ni siquiera conocerme, y eso es lo que más odio en el mundo. No, no soy gay. No soy heterosexual, no soy homosexual, no soy bisexual, no soy transexual, no soy nada. No soy un hombre, no soy una mujer. Soy una persona, eso es lo que trataba de explicarte. Lo único que me diferencia de ti es que yo tengo pene y tu vagina, seguramente. Aunque tampoco estoy seguro del todo. Y, claro, estamos en una fiesta para conocer gente y quizás comenzar algún tipo de conversación, pero, dime una cosa, ¿cómo vas a empezar una relación de cualquier tipo con una persona preguntando, en primer lugar, su condición sexual?
−Lo siento−, fue lo único que salió de mi boca, y aún no sé cómo pude articular esas dos palabras, pues me había dejado sin palabras.
−No lo sientas−, sonrió.− Mira, mi mundo es totalmente diferente al tuyo, pero no por ello mejor o peor. Todas las personas son un mundo completamente diferente, y conocer personas es otra forma de viajar. Te lo diré porque la primera impresión que tengo de ti es buena: en mi mundo, el amor es más importante que el sexo. Esto es que, yo no follo con alguien simplemente por el gusto del sexo, por la necesidad del sexo. Maslow puso el sexo en el primer escalón de su pirámide, pero en mi pirámide personal, no está ni en el tercero. El sexo, comprendido desde mi punto de vista, no es sino la culminación de un sentimiento fuera del alcance de las personas que, y aquí sé que soy bastante duro, gilipollas, o como quieras etiquetarme, son inferiores intelectualmente. Sí, quizás peque de soberbia pensándome superior a algunas personas cuando, a la vez, hablo de eliminar etiquetas, pero no es incompatible. Las etiquetas nos limitan, pero, como te he dicho, cada persona es un mundo totalmente diferente, con características diferenciadas. No me considero un genio, pero sí que asumo que mi inteligencia está por encima de la media. Además, lo noto en mi día a día, y no creas que me gusta, pues a veces preferiría tener un mundo más básico, centrado en formar una familia y tener un trabajo estable: vivir para el sistema. Pero mi mundo no es así.
−Me gusta tu mundo−, le dije. Estaba anonadada, ojiplática, flipando hablando bien y pronto.
−Y eso que apenas lo conoces. Eso significa que lo vendo bien. Sí, me gusta el sexo, disfruto con el sexo, pero por algo que desconozco y que me empeño en asignar a mi cerebro, no puedo follar con alguien así como así. No, hoy no vamos a follar. Quizás me gustaría, pero no puedo. Ahora sí, si esta conversación sigue, si tu mundo consigue gustarme lo suficiente, quizás lo hagamos próximamente. Así que es el momento de que vayas a por otro par de cervezas y me cuentes sobre ti.
−Mejor vayamos a otro sitio−, ofrecí yo. En aquella fiesta había mucho ruido y la música, de estilo latino, no me gustaba y, estaba segura, a él tampoco. –Hace una noche estupenda, podemos pasear por la Alameda.
Cogimos dos cervezas y dejamos el sitio. El piso, en la calle Relator, era bastante antiguo pero el mobiliario sueco le daba un aire moderno y cultureta muy típico de esa zona de Sevilla. Allí vivía él y, aunque aún no conocía ni su nombre, yo estaba en su fiesta. Mi compañera de piso, Ángela, había conocido a su compañero de piso, Juanma, en la Facultad de Criminología de la Universidad Pablo de Olavide y él nos había invitado sin conocernos de nada, simplemente porque vivíamos relativamente cerca –en Sevilla, vivir cerca significaba vivir a veinte-treinta minutos andando−. Yo, que llevaba en la ciudad dos semanas y apenas conocía gente, dejé que Ángela, que llevaba aquí tres años, me guiara en mis primeras andaduras. Andalucía se me antojaba tierra extraña pero me atraía lo prolijo del arte que de ella nacía. Escritores, pintores, artistas de toda índole salían de sus calles y yo, que quería vivir de mi poesía, debía empaparme de aquello. El Máster de Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla se me presentó como la oportunidad de mi vida, y me mudé de mi querida Mérida hasta allí para cursar lo que, como comprendí cuando lo acabé, sería la mayor y más gratificante experiencia de mi vida. De todo esto le hablé en nuestro paseo por las calles del barrio de la Macarena. La Alameda de Hércules, atestada de gente por ser una preciosa noche de sábado octubrino, no era el lugar adecuado para proseguir con nuestra conversación, por lo que habíamos tornado por calle Feria y nos habíamos entregado a la aventura de aquellas callejas que yo estaba viendo por primera vez, que se me antojaban todas iguales y parte de un laberinto sin salida, pero del que, no sabía por qué, no quería salir.
Él, sin nombre todavía, me preguntó por qué escribía.
−Empecé a escribir para liberarme de mis monstruos. Muchos adolescentes lo hacen, de hecho todos mis compañeros del Máster empezaron así. Eres adolescente, tienes mil cosas en la cabeza que no entiendes y que te desestabilizan. Supongo que cada cual busca una forma para huir de la realidad y sentirse cómodo en ese mundo de caos que es la vida adolescente, y yo empecé a escribir poesía. Cuando quise darme cuenta, la poesía era parte de mi vida y ya no concibo mi día a día sin leer y escribir.
−Sé perfectamente lo que dices, −sonrió y me cautivó. Tenía una sonrisa irregular, pero correcta. Solo un diente, su paleta derecha, estaba ligeramente ladeada, y su sonrisa me recordaba a la de un niño que, sin darse cuenta es adulto y descubre su esencia casi sin querer. Pese a su barba, cuando sonreía podía ver al niño que un día fue y todas las alegrías y las penas que podría o no haber vivido, y su mundo se volvía más llamativo. –Yo empecé así con la fotografía y ahora se ha convertido en mi modo de vida.
Fotógrafo. La verdad es que su aire bohemio, el mundo tan extravagante e interesante que me había presentado y todo lo que lo conformaba se redondeaba con una profesión así. Capturaba momentos en imágenes fijas, y, según me contó, si hacía una foto en la que no encontrara sentimientos, la eliminaba sin pensarlo, ya fotografiara un abuelo agarrando de la mano a su nieto, un grupo de palomas en el Parque de María Luisa o la construcción de la Torre Pelli, que por aquel entonces solo era el proyecto del primer rascacielos de toda Andalucía.
−Hay sentimientos en los edificios, claro que los hay. A veces, las nubes quieren besar los edificios, a veces las palomas crean sus hogares en los edificios, a veces un edificio puede suponer la vida de quienes trabajan construyéndolo aunque no vayan a trabajar o vivir en él. Mi padre era albañil y sé de buena tinta cómo puede mirar un trabajador de la construcción a la obra en la que él mismo ha trabajado. Los edificios también tienen sentimientos, por supuesto.
Cruzamos el arco de la Macarena, al lado de la Basílica de mismo nombre, y el Parlamento Andaluz se nos abrió implacable, majestuoso. Intentamos entrar en los jardines del mismo, pero estaban cerrados. ¿Qué hora era? Miré mi reloj y estábamos más cerca del amanecer que de la media noche.
−Será mejor que me vaya. Mañana tengo clase y algunas tareas pendientes para la facultad, −le dije, con la esperanza de ganar, aunque fuera, su número de teléfono.
−Sí, yo también tengo que irme. Tengo sesión para una boda temprano en Dos Hermanas.
−Quizás podríamos vernos otra vez−, me anticipé yo.
−Quizás. O quizás podríamos dejarlo al destino. ¿Sabes? Yo creo en el destino. Ha sido una noche muy bonita…−alargó la palabra intentando recordar mi nombre, aunque yo tampoco se lo había dicho.
−Sandra, me llamo Sandra.
−Sandra, sí. Ha sido una noche muy bonita, y estoy seguro de que volveremos a vernos.−Me guiño un ojo. –Ya sabes dónde vivo, no será muy difícil engañar al destino. –Se acercó a mí, me dio un leve beso en mi mejilla, y se volvió.−A mí puedes llamarme Rafa.


-FIN-

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