−No
me etiquetes. Odio las etiquetas.
−
¿A qué te refieres?−, pregunté yo, dando un trago a mi Corona.
−El
mundo está lleno de etiquetas. ¿Por qué? No lo entiendo. Las etiquetas lo que
hacen es limitarlo todo, y no comparto eso para nada. Si buscas en un
diccionario la definición de hombre, encontrarás “persona del sexo masculino”,
y si buscas mujer, encontrarás “persona del sexo femenino”. Para mí, las
palabras hombre y mujer son etiquetas, y la verdadera esencia se encuentra en
la similitud que hay en ambas definiciones. Personas. La palabra persona
engloba a todos los seres humanos con capacidad de razonar, de sentir, de
vivir.
−
Pero, aún así, los hombres y las mujeres son diferentes−, dije yo, intentando
seguir la conversación. ¿Cómo había empezado? No lo sabía, pero no quería que
acabara. Aquel muchacho, de físico típico judío, vestido a la moda pero de
forma diferente a la moda, con unas gafas redondas que le daban el aire de
intelectual que ahora confirmaba y con una poblada barba cobriza, había
conseguido que la fiesta en la que estábamos se convirtiera en un universo
completamente diferente a donde nos encontrábamos él y yo. Se me había acabado
la cerveza, pero no me levanté para coger otra simplemente por no acabar
aquella conversación.
−No.
Lo único que diferencia a hombres y mujeres es lo que hay en sus entrepiernas.
Sí, ya sé que hay muchos estudios científicos que consideran que hombres y
mujeres son completamente diferentes, tanto física como mentalmente, pero el
mundo sería mucho mejor si se les considerara iguales. Y no hablo de feminismo,
ni mucho menos. El feminismo es otra etiqueta que habría que borrar, y no lo
digo a malas. Me gusta su lucha y les admiro, pero considero que todo lo que
hacen es innecesario si el ser humano abre su mente. Si, desde un primer
momento los seres humanos se hubieran considerado iguales, hoy en día ni el
feminismo, ni el machismo, ni el hembrismo existirían, así como problemas
mayores como la homofobia o la xenofobia. Y es algo que también atañe al
lenguaje. En inglés, los adjetivos y los sustantivos, en general, no tienen
género. ¿Por qué nosotros, hispanohablantes, que tenemos un lenguaje más rico
que ellos, más bello también, tenemos que ponerle género a todo? Etiquetar es
limitar, vuelvo a repetir.
Se
estaba poniendo nervioso, casi agresivo, pero tenía razón al fin y al cabo. Su
discurso me parecía totalmente lógico y, además, muy atractivo.
−Pero,
¿a cuento de qué vienes este discurso? No me acuerdo dónde habíamos comenzado
la conversación.
−
¿En serio?−, preguntó, mirándome por encima de sus gafas. –Será mejor que vaya
a por dos cervezas y empecemos de nuevo.
Volvió
al cabo de dos minutos, con una Corona para mí y una Stella para él.
−Me
preguntaste si era gay. Ahí empezamos la conversación. Y ni siquiera sabes mi
nombre. Y eso, querida, es totalmente descortés y fuera de lugar. Te acercaste
a mí, con esa sonrisa inocente y me dijiste: perdona, ¿eres gay? ¿Qué forma de
comenzar una conversación es esa? Me etiquetas sin ni siquiera conocerme, y eso
es lo que más odio en el mundo. No, no soy gay. No soy heterosexual, no soy
homosexual, no soy bisexual, no soy transexual, no soy nada. No soy un hombre,
no soy una mujer. Soy una persona, eso es lo que trataba de explicarte. Lo
único que me diferencia de ti es que yo tengo pene y tu vagina, seguramente.
Aunque tampoco estoy seguro del todo. Y, claro, estamos en una fiesta para
conocer gente y quizás comenzar algún tipo de conversación, pero, dime una
cosa, ¿cómo vas a empezar una relación de cualquier tipo con una persona
preguntando, en primer lugar, su condición sexual?
−Lo
siento−, fue lo único que salió de mi boca, y aún no sé cómo pude articular
esas dos palabras, pues me había dejado sin palabras.
−No
lo sientas−, sonrió.− Mira, mi mundo es totalmente diferente al tuyo, pero no
por ello mejor o peor. Todas las personas son un mundo completamente diferente,
y conocer personas es otra forma de viajar. Te lo diré porque la primera
impresión que tengo de ti es buena: en mi mundo, el amor es más importante que
el sexo. Esto es que, yo no follo con alguien simplemente por el gusto del
sexo, por la necesidad del sexo. Maslow puso el sexo en el primer escalón de su
pirámide, pero en mi pirámide personal, no está ni en el tercero. El sexo,
comprendido desde mi punto de vista, no es sino la culminación de un sentimiento
fuera del alcance de las personas que, y aquí sé que soy bastante duro,
gilipollas, o como quieras etiquetarme, son inferiores intelectualmente. Sí,
quizás peque de soberbia pensándome superior a algunas personas cuando, a la
vez, hablo de eliminar etiquetas, pero no es incompatible. Las etiquetas nos
limitan, pero, como te he dicho, cada persona es un mundo totalmente diferente,
con características diferenciadas. No me considero un genio, pero sí que asumo que
mi inteligencia está por encima de la media. Además, lo noto en mi día a día, y
no creas que me gusta, pues a veces preferiría tener un mundo más básico,
centrado en formar una familia y tener un trabajo estable: vivir para el
sistema. Pero mi mundo no es así.
−Me
gusta tu mundo−, le dije. Estaba anonadada, ojiplática, flipando hablando bien
y pronto.
−Y
eso que apenas lo conoces. Eso significa que lo vendo bien. Sí, me gusta el
sexo, disfruto con el sexo, pero por algo que desconozco y que me empeño en
asignar a mi cerebro, no puedo follar con alguien así como así. No, hoy no
vamos a follar. Quizás me gustaría, pero no puedo. Ahora sí, si esta
conversación sigue, si tu mundo consigue gustarme lo suficiente, quizás lo hagamos
próximamente. Así que es el momento de que vayas a por otro par de cervezas y
me cuentes sobre ti.
−Mejor
vayamos a otro sitio−, ofrecí yo. En aquella fiesta había mucho ruido y la
música, de estilo latino, no me gustaba y, estaba segura, a él tampoco. –Hace una
noche estupenda, podemos pasear por la Alameda.
Cogimos
dos cervezas y dejamos el sitio. El piso, en la calle Relator, era bastante
antiguo pero el mobiliario sueco le daba un aire moderno y cultureta muy típico
de esa zona de Sevilla. Allí vivía él y, aunque aún no conocía ni su nombre, yo
estaba en su fiesta. Mi compañera de piso, Ángela, había conocido a su compañero
de piso, Juanma, en la Facultad de Criminología de la Universidad Pablo de
Olavide y él nos había invitado sin conocernos de nada, simplemente porque
vivíamos relativamente cerca –en Sevilla, vivir cerca significaba vivir a
veinte-treinta minutos andando−. Yo, que llevaba en la ciudad dos semanas y
apenas conocía gente, dejé que Ángela, que llevaba aquí tres años, me guiara en
mis primeras andaduras. Andalucía se me antojaba tierra extraña pero me atraía
lo prolijo del arte que de ella nacía. Escritores, pintores, artistas de toda
índole salían de sus calles y yo, que quería vivir de mi poesía, debía
empaparme de aquello. El Máster de Escritura Creativa de la Universidad de
Sevilla se me presentó como la oportunidad de mi vida, y me mudé de mi querida
Mérida hasta allí para cursar lo que, como comprendí cuando lo acabé, sería la mayor
y más gratificante experiencia de mi vida. De todo esto le hablé en nuestro
paseo por las calles del barrio de la Macarena. La Alameda de Hércules,
atestada de gente por ser una preciosa noche de sábado octubrino, no era el
lugar adecuado para proseguir con nuestra conversación, por lo que habíamos
tornado por calle Feria y nos habíamos entregado a la aventura de aquellas
callejas que yo estaba viendo por primera vez, que se me antojaban todas
iguales y parte de un laberinto sin salida, pero del que, no sabía por qué, no
quería salir.
Él,
sin nombre todavía, me preguntó por qué escribía.
−Empecé
a escribir para liberarme de mis monstruos. Muchos adolescentes lo hacen, de
hecho todos mis compañeros del Máster empezaron así. Eres adolescente, tienes
mil cosas en la cabeza que no entiendes y que te desestabilizan. Supongo que
cada cual busca una forma para huir de la realidad y sentirse cómodo en ese
mundo de caos que es la vida adolescente, y yo empecé a escribir poesía. Cuando
quise darme cuenta, la poesía era parte de mi vida y ya no concibo mi día a día
sin leer y escribir.
−Sé
perfectamente lo que dices, −sonrió y me cautivó. Tenía una sonrisa irregular,
pero correcta. Solo un diente, su paleta derecha, estaba ligeramente ladeada, y
su sonrisa me recordaba a la de un niño que, sin darse cuenta es adulto y
descubre su esencia casi sin querer. Pese a su barba, cuando sonreía podía ver
al niño que un día fue y todas las alegrías y las penas que podría o no haber
vivido, y su mundo se volvía más llamativo. –Yo empecé así con la fotografía y
ahora se ha convertido en mi modo de vida.
Fotógrafo.
La verdad es que su aire bohemio, el mundo tan extravagante e interesante que
me había presentado y todo lo que lo conformaba se redondeaba con una profesión
así. Capturaba momentos en imágenes fijas, y, según me contó, si hacía una foto
en la que no encontrara sentimientos, la eliminaba sin pensarlo, ya
fotografiara un abuelo agarrando de la mano a su nieto, un grupo de palomas en
el Parque de María Luisa o la construcción de la Torre Pelli, que por aquel
entonces solo era el proyecto del primer rascacielos de toda Andalucía.
−Hay
sentimientos en los edificios, claro que los hay. A veces, las nubes quieren
besar los edificios, a veces las palomas crean sus hogares en los edificios, a
veces un edificio puede suponer la vida de quienes trabajan construyéndolo
aunque no vayan a trabajar o vivir en él. Mi padre era albañil y sé de buena
tinta cómo puede mirar un trabajador de la construcción a la obra en la que él
mismo ha trabajado. Los edificios también tienen sentimientos, por supuesto.
Cruzamos
el arco de la Macarena, al lado de la Basílica de mismo nombre, y el Parlamento
Andaluz se nos abrió implacable, majestuoso. Intentamos entrar en los jardines
del mismo, pero estaban cerrados. ¿Qué hora era? Miré mi reloj y estábamos más
cerca del amanecer que de la media noche.
−Será
mejor que me vaya. Mañana tengo clase y algunas tareas pendientes para la
facultad, −le dije, con la esperanza de ganar, aunque fuera, su número de
teléfono.
−Sí,
yo también tengo que irme. Tengo sesión para una boda temprano en Dos Hermanas.
−Quizás
podríamos vernos otra vez−, me anticipé yo.
−Quizás.
O quizás podríamos dejarlo al destino. ¿Sabes? Yo creo en el destino. Ha sido
una noche muy bonita…−alargó la palabra intentando recordar mi nombre, aunque
yo tampoco se lo había dicho.
−Sandra,
me llamo Sandra.
−Sandra,
sí. Ha sido una noche muy bonita, y estoy seguro de que volveremos a vernos.−Me
guiño un ojo. –Ya sabes dónde vivo, no será muy difícil engañar al destino. –Se
acercó a mí, me dio un leve beso en mi mejilla, y se volvió.−A mí puedes
llamarme Rafa.
-FIN-
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