Mi
padre un día me dijo: « ¿está loco un hombre que corre desnudo por un
desierto?». Aquel día no supe que contestar, pero hoy, que me encuentro en la
utópica tesitura que él me planteó, me respondo a mí todo el tiempo, a la vez
que le contesto a él, esté donde esté: sí, un hombre que corre desnudo por un
desierto está completamente loco.
Nada
a mi izquierda, nada a mi derecha, no sé en qué dirección corro, ni lo que
busco, ni por qué estoy desnudo. Quizás no esté aquí, o sí. El calor es de
verdad, eso por lo menos lo sé.
¿Cuándo
pierde la razón un hombre medio, y con medio quiero decir que ha vivido una
infancia normal, en una familia de clase media, que ha estudiado en la
universidad y que tiene un trabajo medianamente estable? Corro y corro y grito
que estoy loco.
Ella
es la causante, pero ahora está conmigo. La noto conmigo. Como cuando sueño.
Antes siempre salía en mis sueños, y, cuando dejó de hacerlo, yo la seguía
notando cerca. El momento realmente duro era despertar.
Me
conozco todos los bares de mi ciudad: el de toda la vida, al que de vez en
cuando íbamos, ella y yo, después de cenar fuera, al que ella iba con sus
amigas, al que yo iba con mis amigos, aquel que estaba en las afueras pero
hacía unos margaritas estupendos, el otro, el que está justo debajo de casa
pero que solo frecuentan moteros de cuero negro y barbas ralas, el del camarero
argentino que se cree gracioso pero que la única gracia que tiene es ese grano
en la punta de su nariz, o aquel en el que la camarera llevaba una camiseta con
unas domingas dibujadas y me guiñó el ojo aquella noche, el Macarena, el
Varadero, el Nómada, el Dylan, los que te venden una imagen muy marcada y luego
ponen la misma música comercial que los demás, el del Jazz, los karaokes, las
noches de intercambio, el del cartel de «si estás borracho, ayuda a que los
demás también lo estemos», el de los servicios mugrientos, también aquel al que
dejé de ir porque el camarero era su primo consorte y siempre me preguntaba por
ella y me contaba alguna milonga mientras se reía por lo bajini, el que estaba
forrado de libros que nadie jamás tocó, el de los ciento cincuenta tipos de
ginebra, y también aquel que se llamaba El Caribe pero en el que el único ron
que servían era el de marca blanca del supermercado, y el otro de la carta de whiskys
irlandeses pura malta, ah, sí, y aquel otro, el de la carta de chupitos. Me
encantaba ir y empezar a pedir chupitos. El día que conseguí hacer una ronda
completa acabé en el hospital para un lavado de estómago. Pero luego dormía y
soñaba con ella.
Aún
hoy sale en mis sueños, pero ya no es ella. Un día su cara se difuminó de mi
memoria, y a la noche siguiente olvidé su pelo. ¿Era negro? Ahora solo la
reconocería por la calle porque ella es quién es y yo no puedo pasar por su
lado sin reconocerla, ni aunque se hubiera operado, o se hubiera reencarnado en
otra persona, o en un animal. Algún día encontraré un gato y sabré que es ella
por la forma en que me mira. En los sueños la reconozco por su paleta. Tenía y
quiero creer que aún la tiene, una paleta torcida, en sentido anti-horario,
apenas unos grados. Era tan leve el torcimiento que nadie se percataba si no se
acercaba y se fijaba directamente.
Y
yo veo esa paleta cada día, de noche, mientras duermo.
Este
desierto se parece a su paleta.
-FIN-
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