domingo, 25 de septiembre de 2016

Malta

Mi padre un día me dijo: « ¿está loco un hombre que corre desnudo por un desierto?». Aquel día no supe que contestar, pero hoy, que me encuentro en la utópica tesitura que él me planteó, me respondo a mí todo el tiempo, a la vez que le contesto a él, esté donde esté: sí, un hombre que corre desnudo por un desierto está completamente loco.
Nada a mi izquierda, nada a mi derecha, no sé en qué dirección corro, ni lo que busco, ni por qué estoy desnudo. Quizás no esté aquí, o sí. El calor es de verdad, eso por lo menos lo sé.
¿Cuándo pierde la razón un hombre medio, y con medio quiero decir que ha vivido una infancia normal, en una familia de clase media, que ha estudiado en la universidad y que tiene un trabajo medianamente estable? Corro y corro y grito que estoy loco.
Ella es la causante, pero ahora está conmigo. La noto conmigo. Como cuando sueño. Antes siempre salía en mis sueños, y, cuando dejó de hacerlo, yo la seguía notando cerca. El momento realmente duro era despertar.
Me conozco todos los bares de mi ciudad: el de toda la vida, al que de vez en cuando íbamos, ella y yo, después de cenar fuera, al que ella iba con sus amigas, al que yo iba con mis amigos, aquel que estaba en las afueras pero hacía unos margaritas estupendos, el otro, el que está justo debajo de casa pero que solo frecuentan moteros de cuero negro y barbas ralas, el del camarero argentino que se cree gracioso pero que la única gracia que tiene es ese grano en la punta de su nariz, o aquel en el que la camarera llevaba una camiseta con unas domingas dibujadas y me guiñó el ojo aquella noche, el Macarena, el Varadero, el Nómada, el Dylan, los que te venden una imagen muy marcada y luego ponen la misma música comercial que los demás, el del Jazz, los karaokes, las noches de intercambio, el del cartel de «si estás borracho, ayuda a que los demás también lo estemos», el de los servicios mugrientos, también aquel al que dejé de ir porque el camarero era su primo consorte y siempre me preguntaba por ella y me contaba alguna milonga mientras se reía por lo bajini, el que estaba forrado de libros que nadie jamás tocó, el de los ciento cincuenta tipos de ginebra, y también aquel que se llamaba El Caribe pero en el que el único ron que servían era el de marca blanca del supermercado, y el otro de la carta de whiskys irlandeses pura malta, ah, sí, y aquel otro, el de la carta de chupitos. Me encantaba ir y empezar a pedir chupitos. El día que conseguí hacer una ronda completa acabé en el hospital para un lavado de estómago. Pero luego dormía y soñaba con ella.
Aún hoy sale en mis sueños, pero ya no es ella. Un día su cara se difuminó de mi memoria, y a la noche siguiente olvidé su pelo. ¿Era negro? Ahora solo la reconocería por la calle porque ella es quién es y yo no puedo pasar por su lado sin reconocerla, ni aunque se hubiera operado, o se hubiera reencarnado en otra persona, o en un animal. Algún día encontraré un gato y sabré que es ella por la forma en que me mira. En los sueños la reconozco por su paleta. Tenía y quiero creer que aún la tiene, una paleta torcida, en sentido anti-horario, apenas unos grados. Era tan leve el torcimiento que nadie se percataba si no se acercaba y se fijaba directamente.
Y yo veo esa paleta cada día, de noche, mientras duermo.

Este desierto se parece a su paleta. 

-FIN-

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