Al
final, como con el amor, para vivir hay, a veces, que saltar desde un trampolín
desconociendo qué hay debajo, sin mirar lo que haya pasado anteriormente y confiando
en que quienes te han acompañado antes del salto lo harán durante todo el
recorrido. Mi salto, como ya sabéis, fue venirme a Sofía y obvio que tuve
miedo, que pasé días de una agonía interna casi imposible de disimular y
estirando al máximo los segundos, los minutos, las horas. Lloré cuando tuve que
abandonar mi familia y amigos pero tenía esperanza en lo que habría al otro
lado.
Tras
un viaje accidentado, con un percance el metro de Madrid, un despertador que no
sonó, unos kilos de más en la maleta, un retraso de dos horas y un inglés
sentado detrás de mí que no paraba de hablar a gritos con sus amigos y de darme
cabezazos en el asiento, de repente miré tras la ventanilla y vi cómo toda la
nieve cogía forma de ciudad y unos edificios que jamás había visto ni imaginado
se abrieron ante mí. Aterrizamos y, de repente, todo era diferente. Antes no
había visto nieve en mi vida.
La
empresa me proporcionó un taxi que me habría de llevar al hotel, y la suerte
estuvo de mi lado cuando el conductor se presentó, con un ínfimo inglés, como
una persona entrañable y muy divertida. Con música techno, caramelos de menta
para la garganta y una guía turística por la ciudad (ya que pagaba la empresa),
los dos nos presentamos en mi hotel, donde nos despedimos.
Fue
precisamente en la recepción del hotel donde conocí a Iñigo, otro español, que
acababa de llegar y que buscaba dónde cambiar euros en leva, la moneda oficial búlgara.
Al día siguiente conocimos a Vasil, un búlgaro afincado en Valencia desde
siempre, y a Ángel, un muchacho de Villarreal. Al día siguiente, el viernes,
día en que oficialmente empezábamos a trabajar, conocimos a Pedro, valenciano,
que iba con Ángel, y a Borja y Marco, que iban juntos.
Lo
realmente importante viene ahora, porque podría dedicarme mucho tiempo a
describir la oficina, con esa mesa virtual en la que estuvimos jugando a póker
todos juntos, con ese ascensor sin botones para llamarlo o para decidir a qué
planta quieres subir, o los peinados, las ropas y las caras de cada uno de
ellos, pero lo importante iba más allá de todos esos detalles que ya me habían
embaucado de alguna manera en la vida de Sofía, sino algo más profundo, casi
revelador.
Sucedió
que el viernes, Pedro, Ángel, Vasil, otro muchacho llamado Javi, como yo, y yo,
nos fuimos tras el trabajo al centro, para visitarlo un poco y, durante el
trayecto, con mis ojiplatía y los miles de temas de conversación que Vasil
podía llevar a la vez, Ángel y yo íbamos hablando.
−Es
extraño−, me dijo−. ¿No lo crees? Pedro y yo nos conocemos de hace dos días y
ya parece que llevemos siendo amigos toda la vida. Él ya sabe que soy un
despistado y me ayuda en todo. Estoy muy contento de haber coincidido con él.
−No,
−le contesté−. No me resulta extraño para nada. Con el tiempo he descubierto un
tipo de amistad que nace cuando vas a un sitio nuevo, lejos de los tuyos, donde
no conoces a nadie y que se produce con la primera persona que conoces. Es una
especie de amistad de necesidad. Mírame a mí, que parece que conozco a Iñigo de
toda la vida y lo conocí antes de ayer. Y es así, es un vínculo amistoso muy
fuerte que se crea con la primera persona que conoces al llegar a un sitio
nuevo: tú eres la primera persona española que él ve y él es la primera persona
española que tú ves, ¡es toda una revelación! Cuando estuve en Inglaterra me
pasó lo mismo, y pese a que no soportaba a aquel chaval español, el vínculo que
nos unía era muy grande porque éramos los únicos españoles por la zona.
−Sí,
tío, tienes razón−, contestó él, echándome el brazo por encima−. ¿Sabes una
cosa? Yo creo que vamos a pasar una muy buena temporada aquí, juntos. Si todos
estamos aquí por algo será, ¿no? Es el destino.
Ángel
estaba en lo cierto, estoy seguro, pues daba igual las circunstancias que nos
hubieran traído aquí: que éste fuera el sueño de nuestra vida, que nuestra
familia se hubiera hartado de nosotros y nos hubiera echado de casa, que el
amor de nuestra vida nos hubiera provocado una depresión y la distancia fuera
la mejor medicina, que nuestro sueño fuera ser futbolista pero que al final no
hubiera podido ser, que fuera una buena oportunidad de hacer currículum, que
fuera la oportunidad de nuestras vidas, o simplemente porque no había nada
mejor; lo realmente importante fue que estábamos aquí, juntos, la mayoría en el
mismo hotel, y se nos habría por delante una oportunidad única de crecer,
conocernos mejor a nosotros mismos y, sobre todo y por qué no, de ser felices.
Cuando
escribí esto era domingo, día crítico para el humor, estaba tumbado en la cama
del hotel, cansado de estar aburrido, echando de menos mi perro, mi familia,
mis amigos, mi todo, remoloneando con la almohada, volviendo a mi infancia
viendo Friends en el ordenador, con un ambiente totalmente enfocado a volver al
lado oscuro de mi cabeza, y fue entonces cuando decidí que sí, que tenía que
escribir esto, porque al fin y al cabo, he encontrado un muy buen lugar, quién
sabe, quizás mi lugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario