Sí,
soy yo. Soy yo quien te mira desde el otro extremo de la oficina,
como si nunca hubiera visto otra persona en el mundo, o como si sí
que lo hubiera hecho pero tú fueras la primera que realmente veo
desde aquella vez. Sí, es exactamente eso, y me das miedo porque mi
espalda está encorvada del peso que ya lleva. ¿Qué ocurrirá si te
digo “hola”? Quizás ni respondas. ¿Y si respondes con otro
“hola”? ¿Qué diré yo entonces? Quizás no sepa que decir.
He
inventado mil estratagemas e ideas para intentar acercarme a ti, pero
a veces incluso creo que soy yo mismo el que no quiere hacerlo.
Porque de querer, ya lo habría hecho, ¿no crees? Eso cree todo el
mundo. Yo no. Pienso que si no lo hago es porque tengo miedo. Siempre
he tenido miedo, ¿sabes? Y ahora mi principal miedo eres tú, porque
puedas ser aquella otra persona que una vez vi en este mundo, porque
quizás seas incluso mejor y, si no merecí aquello, ¿cómo voy a
merecerte a ti?
La paciencia no es lo mío, lo admito, y
sufro de ansiedad, también lo admito, pero me lo he ganado. Lo he
conseguido, digo, como si fuera un premio, qué astutamente estúpido
puedo ser conmigo mismo ¿verdad? Esta pregunta no era para ti. Llevo
muchos años siendo autosuficiente por obligación, nadie me ha
regalado nunca nada y, precisamente por eso, ahora que he llegado a
un momento en que no puedo avanzar sin ayuda, me desespero. ¿Cómo
iba a pensar yo que podría vivir toda mi vida solo, haciéndolo todo
solo? Claro, podría hacerlo, pero ¿de qué me serviría haber
vivido tantas aventuras si no tengo a nadie que, al final de todo,
esté esperándome en la biblioteca llena de libros y un piano de
cola que pienso tener en mi casa, en una butaca elegante o informal,
aún no lo he decidido, tomando un té chai con leche, para que me
diga «te estaba esperando, vamos, coge tu abrigo, afuera hace frío
y quiero que vayamos a pasear por el paseo marítimo y me cuentes la
historia de cuando decidiste dejar de beber para olvidar y aguantaste
cinco días» y, si eres tú, quizás añadirás «y que concluyó
con que, por fin, nos conociéramos». Pero es una posibilidad que no
está entre mi espectro.
Cuando lo que va a ocurrir no depende de mí me estreso y empiezo a hacer hipótesis y a otorgar probabilidades a cada una de ellas. Esta chica, amiga en común que tenemos, cumple años la semana que viene. Le he dicho que monte una fiesta y me ha dicho que sí. Ahí se abren dos posibilidades: que haya fiesta, o que no. Yo, en principio, me quedo con que no habrá, pero es posible que sí que haya. Si hay fiesta, ella me ha dicho que te invitaría, aunque, claro, ya dentro de ese cincuenta por ciento de posibilidades de que haya fiesta, hay otro cincuenta por ciento de posibilidades de que ella te invite, lo que hace que el total de posibilidades de que seas invitado a dicha fiesta sea de un veinticinco por ciento, que no es prácticamente nada, pero que aún así considero significativo. Si se diera esa posibilidad, tú probablemente rehusarías a ir porque probablemente al día siguiente trabajes o porque vives lejos o por cualquier otra excusa –entre las que incluyo, como posibilidad, que yo esté allí como una más−, por lo que, digamos, que de ese veinticinco por ciento del total hay que hacer tres partes y, de esas tres partes, solamente en una de ellas la respuesta sería que sí, que irás a la fiesta, lo que hace que, del total, haya solamente un ocho –y algunos decimales− por ciento de que vayas. Ahora, en el caso de que vayas, hay tres posibilidades: que no hablemos en toda la noche, bastante remota, que yo esté tan borracho que haga alguna gilipollez, que es la más probable, y, finalmente y la que en el fondo es la que agarro como si pudiera ser que la suerte esté de mi lado, los planetas se alineen, encuentre un trébol de cuatro hojas o algo por el estilo, es posible que haya una fiesta, tú vayas, yo vaya y, además, consiga beber solamente la cantidad justa de alcohol para desinhibirme de mis miedos y sea capaz de hablar contigo de una forma civilizada y, quizás, podamos empezar algún tipo de relación más allá de la que tenemos ahora, de miradas furtivas, engaños y opiniones que, al menos a mí, me desconciertan y ahogan. La probabilidad de que eso ocurra, teniendo en cuenta todas las variables que te he descrito hasta ahora, no llega al uno por ciento.
Y sin embargo aquí estoy, recién levantado de una siesta de tres horas, tras un largo día de trabajo, y en la que he soñado que, al final, ese casi uno por ciento se da y que hablamos y que sonrío y que la luna alumbra una conversación en la que, al final, descubres que es demasiado tarde para volver a casa y que quizás sea posible que alguien te de cobijo por esa noche.
A veces hay probabilidades tan ínfimas que ni me paro a intentar hipotetizarlas.
Y, mientras tanto, lo único de verdad, de lo único que estoy cien por cien seguro es que mañana no voy a verte porque cuando tú salgas del trabajo yo aún no habré llegado. Y quizás sea esa la probabilidad con la que debo quedarme, pero, a veces, cuando te pillo mirándome desde el otro extremo de la oficina pienso, por un momento, en que quizás tú también quieras que ese casi uno por ciento se cumpla y que haya una fiesta, que te inviten, que digas que sí y que yo beba solo lo suficiente para poder acercarme y tener una conversación que nos lleve a poder mirarnos y sonreírnos como si no estuviera prohibido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario