martes, 29 de septiembre de 2015

Esta va por ti.

Este relato es bastante especial para mí. Es el primer relato que escribo tras terminar mi primera novela y toca dos temas que son de capital importancia para mí: la natación y el alzheimer. Espero que os guste y que, a partir de ahora, mis publicaciones se hagan más periódicas. Un saludo a todo el mundo.
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−Esta va por ti, papá, −piensa Andrés, subido en el podio de la piscina. La jueza de salida va a dar, de un momento a otro, el pitido de salida para la prueba final de la prueba de doscientos metros mariposa del Campeonato Nacional de Natación. Andrés está sereno, sabe que debe estarlo para que todo salga bien. Es una prueba de velocidad y cada detalle cuenta. –Vas a estar orgulloso de mí, te lo prometo.


Echa la vista atrás y se ve a él, en la puerta de casa, esperando a que su padre salga para llevarle al instituto. Lleva el uniforme que en el Instituto Europeo en que estudia obligan a llevar: camisa blanca, pantalón beige, corbata a cuadros escoceses y chaqueta azul marino. Está nervioso por el examen de física que tiene a primera hora.
−Vamos papá, −grita, abriendo la puerta y mirando hacia arriba en las escaleras.−Como llegue tarde no me van a dejar entrar en el examen.
Por fin aparece Tomás, su padre, que sin decir nada sube en el lujoso Mercedes que hay aparcado en el porche de la casa. Andrés se sube a su lado. Tomás conduce, en silencio hacia el instituto, mientras en la radio suena lo último de Maldita Nerea. A Andrés le gusta, pero sabe que su padre lo odia. «Esa mierda que ahora llamáis rock, los Malditos Comosellamen esos… esos no valen un duro comparados con Oasis o The Beatles. Aquellos sí que sabían hacer música».
−Adiós, papá, −dice Andrés a su padre cuando baja del coche. –Nos vemos esta noche. –Su padre asiente con la cabeza y se va.
Andrés corre por los pasillos del Instituto Europeo para llegar al aula del examen. Cuando llega, la puerta está cerrada. Andrés toca la puerta y la abre, asomando la cabeza.
−Siento llegar tarde, −se justifica, mirando al profesor Mora, que agacha la cabeza y niega con la misma. − ¿No me va a dejar hacerlo? Tan solo han sido un par de minutos.
−Ya conoces las normas, −contesta el profesor Mora, con su voz de viejo locutor de radio con poblado bigote. –Lo siento, Andrés, tendrás que recuperarlo con el siguiente.
Andrés sale del aula, enfadado con su padre por haberle hecho llegar tarde, y se dirige al patio. Saca un cigarro del paquete que comparte con su amiga Bea, que ha llegado a tiempo y está haciendo el examen. Nadie sabe que fuman, es un secreto que guardan. Bea es su amiga desde que tiene uso de razón y también nada, como él, en el equipo de natación del Instituto Europeo.
Piensa en su padre. Siempre estaba igual, pendiente más de su trabajo que de su hijo, y ese día le había costado un suspenso. ¿No se podía haber levantado un poco antes, o haberse ido sin lavarse los dientes? En la oficina tenía un baño propio, allí podría haberlo hecho, y no que había puesto en peligro las notas de su hijo. Seguro que no entraría en medicina si seguía por ese camino.
Termina el cigarro y va a la biblioteca. Al día siguiente tiene otro examen, de literatura éste, y tiene que estudiar. Aprovecha el tiempo del examen en adelantar con la Generación del 27 y vuelve a clase. Se sienta con Bea y le cuenta por qué ha llegado tarde al examen. Su amiga, riendo, le dice que es algo que le puede pasar a todo el mundo y que no la tome con su padre.
Al terminar las clases, Andrés vuelve a casa. Entra en la cocina, donde su madre, Pilar, está cocinando, y se sienta. Huele a cocido madrileño, justo la comida que menos gusta a Andrés.
− ¿Qué tal el instituto, hijo? ¿Y el examen?, −pregunta Pilar a su hijo.
−Bien, suspenso. He llegado tarde. ¿Otra vez cocido? Ya sabes cuánto lo odio.
− ¿Has llegado tarde? ¿Por qué?
−Papá y sus cosas, siempre igual…−Andrés empieza a calentarse, y su madre se sienta a su lado para calmarlo.
−Hijo, has de ser comprensivo con tu padre. Hay algo que no sabes.
− ¿Algo que no sé? ¿Sobre qué?
−Sobre tu padre. Tiene alzhéimer. –Pilar coge un paño de cocina y se lo lleva a los ojos. Está llorando.
− ¿Qué? Eso es imposible, mamá. Papá es joven aún, el alzhéimer es una enfermedad de viejos. –Andrés se levanta de la mesa, enfadado. –Eso es mentira, mentira.
Andrés sale de su casa, corriendo, y va hacia el instituto. Vuelve a la biblioteca, intentando borrar lo que su madre le acaba de contar de su cabeza a base de estudio. Estudia hasta la hora del entreno de natación, sin ni siquiera parar para comer algo.
Cuando llega al entreno, Bea le está esperando, risueña como siempre. Su amiga ve en su cara la preocupación, pero no dice nada. Bea es de esas chicas que piensan que, para que un dolor se calme, la mejor medicina es la risa, no hablar del dolor.
− Adivina, −dice Bea a su amigo, cogiéndolo del brazo. – ¡He aprobado física, con un 7! –A Bea las notas no le importaban tanto como a Andrés; ella quería estudiar magisterio y no necesitaba unas notas muy altas en la selectividad. –Y… además… he hablado con el profesor Mora y me ha dicho que te va a dejar hacer el examen pasado mañana, que no tenemos nada, ¿qué te parece?
−Bien, supongo.
Tras un calentamiento de mil metros intercalando estilos, Joaquín, el entrenador, les dice que van a realizar treinta series de cien metros a tope, diez a crol, diez al estilo que mejor se le da a cada uno y los otros diez a otro estilo, el que cada uno elija. Descansan un minuto entre serie y serie. A Andrés y Bea apenas les da tiempo a hablar durante el entreno. Bea tira delante de Andrés, pues tiene mejor tiempo que él, y detrás de éste van el resto del equipo. Son diez en total los que entrenan a esa hora, puesto que, según Joaquín, más nadadores entrenando a la vez sería un caos.
Al salir del entrenamiento, Bea agarra a Andrés para que no escape y lo lleva a la parte de atrás de la piscina, que es la parte más alejada de la entrada al Instituto Europeo y donde no podrán verlos nadie. Andrés saca el paquete de tabaco y el mechero.  Se encienden sendos cigarrillos.
−Venga, dispara, −dice Bea a Andrés, empujándole con el brazo.
− ¿Que dispare qué?
−Lo que te pasa. Algo te pasa. Dímelo.
−No me pasa nada, Bea, ya me conoces.
−Pues precisamente por eso, Andrés, porque te conozco sé que no estás bien. ¿Ha pasado algo en casa? ¿Es por Carla? –Carla era una chica que gustaba a Andrés desde hacía tiempo y habían empezado a quedar para ir al cine y cenar. Aún no se habían besado.
−No es nada. –Andrés gira la cara y da una larga calada a su cigarro.
−No me lo cuentes si no quieres, Andrés, pero sabes que puedes confiar en mí y que voy a estar aquí para lo que necesites, ¿verdad?
−Lo sé.
Los amigos se separan y van cada uno a su casa. Andrés no quiere entrar en casa, no después de lo que le ha contado su madre. Entra intentando hacer poco ruido y va a su dormitorio. Enciende el móvil, que no había cogido en todo el día, y ve que tiene siete llamadas perdidas de su madre y dos de su padre. Baja a la cocina y los encuentra allí. No hay nada de cenar.
−Andrés, entra, siéntate. Tenemos que hablar contigo, −dice su madre, con los ojos enrojecidos.
Andrés entra en la cocina y se sienta del otro lado a su padre y su madre.
−Andrés, yo… −su padre no sabe ni cómo articular palabra. –Lo siento. Se me olvidó esta mañana que tenía que llevarte al instituto. Pensaba que era sábado.
− Eso es lo de menos ahora, −dice Andrés, con la cabeza gacha y a baja voz. –Es… es… ¿es verdad?
−Sí, hijo, −dice Tomás, alargando la mano para coger la de su hijo. Andrés nota las manos de su padre y se da cuenta de que en realidad sí que está mayor; sus manos están arrugadas y muy secas. –Llevo notando los síntomas una temporada. Bueno, tu madre es la que se dio cuenta en realidad. Una persona que padece de alzhéimer no es capaz de darse cuenta, o al menos yo no he podido darme cuenta. Hace un par de meses fuimos al médico y hace dos días llegaron los resultados.
−El médico puede estar equivocado, −contesta Andrés.
−No, hijo. El doctor Coppens es el mejor neurólogo que hay en España y también uno de los mejores del mundo. Sus numerosos premios le avalan. Nos ha costado un dineral la consulta. No se equivoca. Tengo alzhéimer y cuanto antes lo asumamos todos, mejor.
−Y, ahora, ¿qué va a pasar, papá?
−Ahora tenemos que tener cuidado, −dice Pilar. –Tendremos que estar atentos de todo y ayudarle en lo que podamos. Nos ha recomendado el médico que hagamos ejercicios de memoria y retos mentales. Dice que no se puede parar la enfermedad, pero quizás así podamos hacer que avance más lento.
−Y, ahora mismo, lo que vamos a hacer es ir a cenar al sitio que tu elijas, hijo, −dice Tomás, sonriendo. Se ha levantado y ha agarrado a Pilar, su mujer, del hombro. Le da un beso en los labios y se dirige a la puerta. –Iré preparando el coche, coged una chaqueta que hace frío.
Andrés sube a su habitación y coge la chaqueta. Sube en el coche y sintoniza Rock FM, que es la emisora favorita de su padre. « ¿Cómo no han inventado esta radio antes?» Está sonando “Highway to hell” y Tomás empieza a cantarla a voz en grito. Andrés mira hacia el asiento de atrás, donde se encuentra su madre, y le agarra la mano. Le aprieta fuerte. «Ahora tenemos que ser fuertes y no dejar que papá note que estamos tristes», le había dicho antes de montar en el coche. Le había dejado montar delante porque si él elegía el restaurante, también tendría que hacer de copiloto e ir dictando la ruta al conductor.
Llegan al restaurante La Noche Blanca, un restaurante que Bea recomendó a Andrés porque el cocinero había salido en un programa de la televisión, le había llamado la atención y había ido con sus padres. Bea veía todo en televisión y siempre estaba probando todo lo que le llamaba la atención. Además podía permitírselo, y Andrés también.


Un pitido largo avisa a Andrés de que la salida está próxima y tensiona sus músculos, preparado para hacer la carrera de su vida. Lleva las gafas bien sujetas y limpias, y encima de ellas lleva el gorro con el logotipo de AC/DC que le había regalado su padre. «Un rockero de verdad lo es esté donde esté», le había dicho el día que se lo regaló. Se lo ponía por encima de las gafas para que las sujetara bien y no se le cayeran en mitad de la prueba.


La enfermedad de su padre había avanzado a pasos agigantados, pese a que el médico había dicho que no lo haría. En dos años había tenido que dejar el trabajo y todas las actividades que requirieran que saliera de casa sin Pilar. La madre de Andrés lo estaba pasando francamente mal y se pasaba las noches llorando en la biblioteca de la enorme mansión. Andrés la oía y le daba volumen a la música para evitarlo. Había empezado a escuchar los discos antiguos de su padre y dejado de lado Maldita Nerea, El Canto del Loco y Efecto Pasillo, los grupos que tanto le gustaban antes y que ahora le parecían de medio pelo.
Ahora su padre no recordaba su nombre, ni a qué se dedicaba antes de tener que dejar el trabajo, y a veces se olvidaba hasta de quién era su mujer. Andrés había empezado la universidad, estaba estudiando Medicina, y apenas tenía tiempo para ayudar a Pilar en los cuidados de su padre, por lo que habían contratado a una enfermera para que se encargara.
Cada día iba a más, y Andrés no sabía qué más podría hacer. Sabía cuál era el final del alzhéimer, y su padre aún era joven para que una enfermedad tan cruel se lo llevara.
Aquel día, el del Campeonato Nacional de Natación, su madre y la enfermera habían hecho todo lo posible para llevar a Tomás a ver a su hijo. Andrés había preparado todo para que su padre pudiera disfrutar de una buena vista de la piscina y estuvo a su lado en todo momento, hasta que le tocó nadar. Andrés superó las pruebas preliminares del doscientos mariposa sin dificultades y estaba en la final.
−Papá, mira, voy a nadar una final nacional. Puedo convertirme en el mejor nadador de España en el doscientos mariposa, −dijo Andrés a Tomás, minutos antes de entrar en la cámara de llamada.
−Sí, sí, −dijo Tomás, a su hijo. De un tiempo a esa parte, Tomás no era capaz de articular palabras de más de dos sílabas. Andrés se secó las lágrimas que ver los inexpresivos ojos de su padre al contarle su posible hazaña le había provocado. «Es normal que no exprese sentimientos, pues no recuerda casi ni quién eres», le había dicho el doctor Coppens.   Aún así, no podía evitar llorar cuando veía que su padre no sonreía ni se alegraba.
Bea lo esperaba en la cámara de llamada. Le dio un fuerte abrazo y le dijo que se sentaría del lado de Tomás para indicarle en todo momento quién era Andrés y le ayudaría a aplaudir. Andrés la abrazó de nuevo, le besó la mejilla y se secó las lágrimas. Entró en la cámara de llamada, fue hasta la calle 3 y se preparó. Subió al podio.
−Esta va por ti, papá. Vas a estar orgulloso de mí, te lo prometo.


La jueza de salida pita por segunda vez, indicando que la prueba ha empezado. Andrés se tira al agua, entrando de cabeza y sin hundirse demasiado, para poder ondular hasta los quince metros y salir del agua sin problemas. Joaquín siempre hablaba de la importancia de las salidas, y Andrés era de los que ganaban mucho tiempo en ellas, haciéndolas largas. La piscina es de veinticinco metros, por lo que tendrá que dar ocho largos para completar la prueba. Los doscientos metros mariposa es una prueba muy dura, ya que el estilo mariposa es el más cansado y doscientos metros son muchos metros pese a considerarse prueba corta.
En el penúltimo largo, las fuerzas de Andrés empiezan a flaquear. Sabe que puede conseguirlo, pero está cansado. Mira a sus lados y ve que hay dos nadadores por delante de él. Está cansado. Entonces mira hacia la grada, al lugar donde está su padre, y ve a Bea cogiendo sus manos y ayudándole a aplaudir. Maldita enfermedad, se dice, que ha hecho que mi padre no sepa ni quién soy. ¿Qué clase de Dios permitiría algo así? ¿Qué clase de mal tendría que hacer una persona para que se le castigara privándole de sus recuerdos? Aquello es, a ojos de Andrés, peor que la muerte. Y, entonces, Andrés se nota ligero, lleno de energía, como si unas alas invisibles lo sujetaran, como si la mirada de su padre lo estuviera guiando hacia la victoria. Y empieza a apretar. Y adelanta a los que iban por delante y gana la carrera.
En el podio de las medallas, Andrés mira a su padre, que está sentado en la grada, al lado de Bea, que le señalaba con el dedo aquella plataforma con un número uno dibujado en el que Andrés se halla. Cuando le colocan la medalla de oro, Andrés salta del podio, corre a la grada y abraza a su padre. Se quita la medalla del cuello y la pasa alrededor de la cabeza de Tomás.
−Esta medalla es para ti, papá, −dice Andrés a su padre. Tomás sonríe y le da un beso en la mejilla a su hijo.


-FIN-

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