Ya sé que puede parecer una hora intempestiva para publicar un relato, pero esta historia me gusta especialmente. La llevaba pensando un par de semanas y hoy por fin he concluido su redacción con una satisfacción tal, que no puedo esperar ni siquiera a mañana para publicarla. Además, mañana publico en "L'as cagao Lorrie Moore" y eso es daros demasiado trabajo. Espero que disfrutéis con "Maletas" tanto como yo lo he hecho escribiéndola y que sigáis al tanto del blog. Un saludo.
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El
día se despertó travieso. Unas feas nubes amenazaban, a través del ventanuco de
la habitación de objetos perdidos, que las lluvias de invierno no tardarían en volver
a Sevilla. La estación de Santa Justa no descansa por las noches, pero yo sí y,
desde hace varios años, lo hago todos los días en esa habitación llena de
objetos que a veces regresan con sus dueños y otras veces no. Eran las siete de
la mañana, como cada día y la claridad de la mañana, que aquel día era escasa,
acababa de dejar atrás la solemne noche. Adoraba Sevilla, y la sigo adorando
pero, tras veinticinco años sin salir de esta estación, creo que hay cosas que
me he perdido y que me sigo perdiendo: acontecimientos, edificios nuevos… Veo
lo que pasa ahí afuera a través de los periódicos y de las televisiones que en
los despachos tienen algunos dirigentes del ferrocarril, pero no es lo mismo.
Morí
aquí y aquí vivo desde entonces. Trabajaba aquí y en un accidente con un tren
mi vida llegó a su fin, de una forma que no puedo recordar; solo sé lo que leí
en los periódicos al día siguiente. Creo que la muerte es como un trauma; en
los libros de psicología que hay en la tienda de revistas, periódicos y entretenimientos
varios para los viajes leí que las personas no son capaces de recordar con
exactitud las situaciones traumáticas. Aunque, en realidad, no puedo decir que
estoy muerto, pues vivo como ánima sin cuerpo. Vivo a mis anchas, yendo de aquí
para allá, leyendo, escuchando las conversaciones de los viajeros y, a veces,
imaginando las vidas de la gente. Lo único malo de mi situación es que, por
mucho que lo intente, no puedo salir de aquí, como si fuera un prisionero. No puedo comunicarme, ni nadie puede verme,
pero puedo hacerme con objetos, como los libros que a veces leo o los objetos
que hay en esta habitación y con los que juego a veces.
Hay
días que me da por abrir una maleta y ver qué hay dentro; después, imagino a
quién podría pertenecer y qué habría sido de su dueño tras el extravío. Otros
días me entretengo buscando algo que no haya visto nunca y dejándolo al azar
por en medio de la estación, para que algún viajero lo encuentre y ver su
reacción ante el descubrimiento. Y así llevo ya desde que se inauguró este
lugar casi.
Pero
aquella mañana todo indicaba que algo iba a pasar, aunque no era capaz de
adivinar qué. Salí de la sala de objetos perdidos, que está al lado del
McDonals y me fui a ver qué tipo de personas había allí desayunando: un grupo
de niñas deportistas con chandals verdes, una pareja de buen comer
despidiéndose entre lloros, arrumacos y besos de diversas formas, un par de
ejecutivos manteniendo sendas sofocadas conversaciones por sus teléfonos y un
vagabundo pidiendo algo para desayunar. Me sorprendió la juventud de éste
último, que pese a decorar su cara una espesa barba, no debería superar la
treintena de edad. Vestía con una chaqueta vaquera de color negro y unos
gastados vaqueros. Decidí que él iba a ser el protagonista de mi día y que
seguiría sus pasos mientras pudiera, aunque mi propósito se vio truncado cuando
Antonio, el gerente del McDonals, lo echó diciéndole que se fuera a drogar a
otra parte.
Desanimado,
salí a la recepción de la estación, grande y llena de gente, rodeada de algunas
tiendas y cafeterías varias. Allí es donde se desarrollaba la vida de la
estación en su mayoría, donde veía las mejores y las peores despedidas y
reencuentros, donde los viajeros lloraban y reían a la par, donde el silencio
era total y los sentimientos se entrechocaban unos con otros. En invierno, a
veces, la estación de Santa Justa pecaba de un frío blanco, etéreo, como si el
tiempo se paralizara y todo estuviera quieto, muerto; en cambio, otros días de
invierno la estación brillaba con un calor de cuento de navidad, con tonos
ocres, con bullicio y jolgorio, con vida hasta en los inmóviles asientos de
espera. Eran estos últimos los días que más me gustaban, y aquel día era uno de
ellos. El frío se quedaba fuera de la estación. Había gente por todos sitios y
en mi memoria todo se relacionaba con mis primeros años como guardia de la
estación, que por aquel entonces era la de Plaza de Armas. Me acuerdo de cómo
me ayudaba mi esposa a colocarme bien el uniforme antes de salir de casa, cómo
mi pequeño Ismael me besaba y me decía que me afeitara porque le pinchaba con
la barba y de cómo salía de casa apresurado ante el temor de llegar tarde y que
mi jefe, el señor Monterroso, me regañara. Era joven y aquel trabajo era toda
una oportunidad.
En
aquellos tiempos todo era diferente. La gente vestía mejor: adoraba pasear por
los andenes, con mi uniforme, y ver a las damas con sus abrigos largos y sus
sombreros de corte inglés, los elegantes zapatos y lo que para mí era el
complemento perfecto, los guantes. Los señores, siempre de traje, deslumbraban
por donde pasaban y rompían los corazones de las damas en sus despedidas.
También me gustaba escuchar el “pasajeros al tren” a gritos mientras el
ferrocarril bufaba su puesta en marcha. Aquellos años siempre parecía otoño,
todo era el final de algo y el principio de otra cosa, y el ambiente siempre
olía a castañas y óxido.
Pero
hoy por hoy las cosas han cambiado. Ahora, todo es más frío, pese a los días
que, como he dicho antes, la estación se viste de hogar y las sonrisas
calientan el ambiente y lo dotan de un color dorado. Paseé por entre el gentío,
buscando una cara que me dijera algo que no supiera ya, una historia diferente,
algo que hiciera que despertar aquella mañana hubiera merecido la pena. Fue
imposible.
Tras
un buen rato rondando por la estación, salí al exterior por el único sitio que
podía hacerlo, que no era otro que donde las vías dejaban la estación y los
trenes se arrojaban al mundo. Allí vivía una familia de vagabundos desde hacía
tiempo y yo podía verlos hacer vida. No sé cómo ni por qué habían llegado a ser
vagabundos, ni por qué vivían allí. ¿Acaso no tenían una familia que los
acogiera? Había leído en los periódicos que, gracias a la crisis que azotaba
España, muchas familias tenían que abandonar su hogar. Y allí tenía una desde
hacía casi un año. Me pregunté si el mendigo que había visto en el McDonals
antes sería conocido de ellos. Viendo que ese día no estaban allí, volví a la
estación y seguí deambulando. Fui a la tienda de periódicos y libros y ojeé las
páginas de una de las novedades: “Mi media galleta”, de Ediciones EnHuida. La
había escrito un joven escritor, un tal Oscar Soria, y me llamó la atención la
originalidad de la historia. Estuve leyendo un rato, hasta que un ruido en el
hall de la estación llamó la atención de todos los presentes.
Uno
de los nuevos hombres de seguridad de la estación había cazado al mendigo que
antes había visto yo en el McDonals, y, gritándole, le decía que quién se creía
que era para estar allí, que su sitio era la calle. Ante tal crueldad me vi en
la necesidad de actuar, pero cuando me acercaba hacia allí, una chica joven,
vestida con el uniforme de la empresa de ferrocarril, se acercó.
−Higinio,
por favor, déjale. Afuera hace frío y aquí no, es normal que quiera
resguardarse.
El
seguridad dejó libre al mendigo y todo volvió a la normalidad. Bueno, en
realidad todo no, pues yo seguí la escena a sabiendas de que aquello no podía
quedar así.
−Ven,
−dijo la chica. –Te invitaré a un café para que entres en calor. Es mi hora de
descanso.
El
mendigo sonrió y, timorato, acompañó a chica, cuya chapa identificadora rezaba
que su nombre era Amalia. Los dos jóvenes tendrían que ser de la misma edad.
¡Tendrían la edad que yo cuando conocí a Mercedes, que había sido mi mujer
tantos años! Desde que ocurrió que morí, no sé qué fue de ella y de mis tres
hijos, Ismael, Gloria y Aitor; no sé si siguen vivos, dónde viven o qué es de
sus vidas. ¡Los echo tanto de menos! Ismael, cariñoso y fuerte; Gloria,
delicada y tan guapa como su madre; Aitor, inteligente como nunca había visto a
nadie. Pero, a la que más añoraba era a Mercedes: sus besos, sus guisos, ¡hasta
sus regañinas!
Acompañé
a los dos jóvenes hasta el McDonals, donde Amalia pidió un café para el chico,
que lo bebió rápido, quemándose la lengua a todas luces.
−No
hace falta que lo bebas tan rápido, −dijo Amalia, riendo. –No te lo voy a
quitar. Soy Amalia. ¿Cómo te llamas tú?
−Miguel.
–Dijo el mendigo, evitando la mirada de la joven.
−Y
dime, Miguel, ¿qué haces aquí? Supongo que buscas entrar en calor. –El chico
mantuvo el silencio. –Tranquilo, no voy a hacerte nada. Solo quiero hablar, ya
mismo entro de nuevo a trabajar.
−He…
perdido mi maleta.
−
¡Oh! Pues, ahora, cuando salgamos, pediré a alguien que te acompañe a objetos
perdidos para que la encuentres. A lo mejor está ahí.
−Es
una maleta vieja, de cuando mis padres se casaron. No tiene muchas cosas.
−Pero
es importante para ti. Dime una cosa, Miguel, tienes pinta de ser todo un
rompecorazones. ¿Tienes pareja o algo que se le parezca? –Amalia solo quería
entretenerse un poco, pero la verdad es que, como ya había pensado yo cuando lo
vi por primera vez, Miguel era bastante atractivo.
−Que
va. –Aquella pregunta había hecho que el muchacho se liberara de la vergüenza.
–No sé hacer eso.
−
¿El qué? ¿Romper corazones? Todos los hombres sois igual, decís que no sois
capaces de romper un corazón pero luego lo hacéis con una profesionalidad
sorprendente. Tú tienes cara de esos, inocentes pero mortales. Miedo me da la
chica que se enamore de ti.
−Que
va, −repitió Miguel, y carcajeó. –No he estado con ninguna chica en mi vida.
Pero, de todas formas, no creo que romper corazones sea el propósito de nadie.
−
¿Qué quieres decir? –Amalia estaba cada vez más interesada en la conversación
con Miguel. Parecía que le gustaba.
−Pues
que no creo que haya hombres que vayan por ahí rompiendo corazones a propósito.
Mis padres siempre me enseñaron que, como en la presunción de inocencia, hay
que creer que todo el mundo es bueno hasta que demuestra lo contrario. Yo creo
que cada hombre que rompe un corazón no lo hace queriendo hacerlo, sino más
bien porque sus circunstancias le hacen actuar así.
−
¿Alguna vez te has enamorado?
−
¿Por qué me preguntas eso?
−No
sé, −dijo Amalia, y giró la cara. –Hablas del tema como si fueras un experto.
−No
creo que nadie se haya enamorado nunca. No del modo en que yo creo en el amor.
−Eres
muy interesante, Miguel, ¿lo sabías? –Y, viendo que el muchacho se quedaba
mirando a las hamburguesas que los demás clientes del McDonals pedían, añadió:
− ¿Tienes hambre? Venga, te invito a una hamburguesa.
−No
quiero que gastes tu dinero en mí. Apenas me conoces.
−Tranquilo,
−contestó ella, guiñándole un ojo. Me acuerdo de cuando yo guiñaba el ojo a las
muchachas, hasta que Mercedes hizo que, con su belleza, ni cerrar los ojos
quisiera. –Tengo un apaño con el gerente y me invita de vez en cuando. Va,
elije la que quieras.
−Vale,
si es de ese modo… Quiero esta, −dijo Miguel, señalando una de las hamburguesas
del catálogo.
Mientras
Amalia pedía la hamburguesa para el joven mendigo, me pregunté una vez más cómo
alguien tan joven podía acabar viviendo en la calle. ¿Qué mal habría hecho para
merecer un castigo así? ¿Qué había sido de su familia? Yo, que llevaba
veinticinco años sin ver a mi familia, sabía cuánto podía una persona echar de
menos a su gente y me apiadé de aquel joven.
Volvió
Amalia y, mientras Miguel devoraba la hamburguesa, esta vez con paso pausado y
saboreando cada uno de los matices de la misma, la chica le relató cómo había
amado ella y cómo le habían roto el corazón. Había sido un chico que conoció en
el instituto y del que se enamoró perdidamente desde el primer momento. Habían
quedado varias veces, había perdido la virginidad con él y, cuando se hartó de
ella, la mandó a paseo. Siempre me ha sorprendido esa promiscuidad apresurada
que caracteriza la juventud de hoy en día. ¿Qué prisa hay por mantener
relaciones sexuales? Hoy en día, el romanticismo se ha perdido, y yo siempre lo
consideré un arte. En mis tiempos de juventud, cortejar a una muchacha era un
trabajo que se remuneraba poco, pero la satisfacción final era incomparable con
cualquier sueldo económico. Mercedes fue difícil de convencer, lo reconozco, de
hecho creo que aquello fue lo que más me gustó de ella. Era guapa como ninguna
y muy lista también, pero rechazaba mis flores y mis cartas en las que, con un
estilo torpe, intentaba poetizar sobre su persona y lo que sentía al mirarla.
Tardé más de un año en conseguir que aceptara a quedar conmigo para dar un
paseo y casi dos en darle el primer beso. Y ahora los jóvenes se besan antes de
saber cómo se llama el otro, se acuestan sin saber si la otra persona es una
buena persona y, al día siguiente, si te he visto no me acuerdo. La lujuria se
ha apoderado de la sociedad y se han perdido las formas, por eso ya nadie es
elegante y el gusto por una bonita gabardina y un collar de perlas ha sido
sustituido por los ombligos expuestos y las faldas tan cortas que no darían a
un sastre ni una hora de trabajo.
−Era
un cabrón, −dijo Amalia.−Me folló y después se fue, con su moto y su chaqueta
de cuero. Me rompió el corazón y no pude hacer nada.
−Pero,
¿volviste a verle?
−No.
−Entonces,
¿cómo sabes que te abandonó? Quizás tuvo que hacerlo.
−Lo
hizo porque quiso.
−
¿Y si tuvo que mudarse, o tuvo problemas con la ley? Por como lo describes,
parece un típico chico malo de barrio.
−Fumaba
hierba.
−A
lo mejor lo pillaron y lo llevaron a prisión, −dijo Miguel. Me parecía un
muchacho muy sensato. –O a lo mejor de una sobredosis tuvo que ser ingresado.
O, quizás, su familia se enteró y lo llevaron a un centro de desintoxicación.
Hay muchas posibilidades.
−No,
no creo que sea ninguna de esas. Era un cabrón y me dejó.
−Bueno,
eres libre de pensar eso si quieres. –La conversación acabó a la vez que la
hamburguesa. El muchacho tenía la barba llena de migajas del pan.
−Será
mejor que vuelva a mi puesto. Aunque aún me quedan cinco minutos. –Amalia miró
su reloj dudando. –Mira, en lugar de echar mi cigarrito de antes de trabajar,
voy a acompañarte a buscar tu maleta a la sala de objetos perdidos, ¿te parece?
Me ha dado curiosidad.
Los
chicos se levantaron y anduvieron en dirección a la sala de objetos perdidos, a
mi hogar durante tanto tiempo. Yo lo seguí, curioso. Cuando llegaron,
encendieron las luces y empezaron a buscar. El lugar es muy grande y espacioso,
y tiene objetos de desde hace tantos años que su misión pintaba más difícil que
encontrar una aguja en un pajar. Mientras buscaban, la chica preguntó a Miguel
por él, y yo supe que ahí estaba lo que yo llevaba todo el día buscando: la
historia.
−Yo
no creo que me haya enamorado nunca, Amalia. Te lo digo en serio. Para mí el
amor es un sentimiento tan superior a todo que no me creo capaz de alcanzarlo
jamás. El amor nace en dos personas a la vez, no primero en una y después en la
otra. Amar es saltar desde un trampolín desconociendo qué hay debajo. Amar es
ir por la vida con los ojos tapados con un lazo, solo pudiendo ver a tu amada o
amado allá donde mires. A mí siempre me han dicho que amar de verdad es
anteponer la vida de otro a la tuya propia, creando en uno la ilógica capacidad
de dar la vida por la otra persona. Es por esto que no creo que haya amado
nunca, pues la única chica con la que estuve no hizo nada cuando me tuve que
ir. Y, si ella no me amaba a mí, yo tampoco la amaba a ella. El amor es un
sentimiento tan fuerte que solo existe si hay reciprocidad. Yo no puedo amarte
a ti si tú no me amas a mí de la misma forma, porque eso no sería amor, sino
más bien un tipo de obsesión o un cariño desorbitado. Pero nada más.
Amalia
no supo que contestar a eso y prosiguió con la maleta. Por las indicaciones que
dio Miguel, la maleta no parecía estar por allí. Aunque que ellos no la
encontraran no significaba que no estuviera allí. Yo sabía a qué maleta se
refería, pero quería saber cómo seguía aquella historia. A veces me gustaba
jugar con los viajeros y sus asuntos, y sabía que aún podía haber algo más
allí. Así que acompañé a Amalia y Miguel que volvieron al hall.
Miguel
se sentó en una banca y rompió a llorar. Amalia se sentó a su lado, sin
comprender por qué lloraba. ¿Tan importante era aquella maleta para el chico?
¿Qué habría allí dentro? La curiosidad me mataba, y no sabía si quedarme allí
para ver qué ocurría entre la extraña pareja o si volver a la sala de objetos
perdidos para abrir la maleta. Sabía exactamente dónde estaba, pero decidí
quedarme, y fue lo mejor. Amalia le preguntó al chico que qué era lo que había
tan importante en aquella maleta, a lo que él le contestó:
−Todo.
Lo tengo todo ahí: mi carnet de identidad, mi ropa, mis títulos.
−
¿Títulos?
−Soy
licenciado en Filosofía. Bueno, y tengo un Máster en Filosofía y Cultura
Moderna, pero sin los títulos no soy nada. Además también tengo ahí el poco
dinero que me quedaba.
−A
ver, Miguel, que estoy hecha un lío, −apuntó la chica, bastante apurada. −
¿Quieres contarme cómo perdiste esa maleta?
−Mejor
te lo cuento todo.
−Vale,
merecerá la pena llegar tarde. Esto parece lo bastante bueno como para que me
gane una buena regañina por quedarme.
Ahí
empezaba lo bueno, así que me acerqué lo más que pude y me relajé. El día
estaba siendo la mar de completito.
−Nací
en el barrio de la Macarena. Mis padres eran profesores en la Universidad: mi
madre de Física y mi padre de Biología. Crecí como un niño normal pero rodeado
de libros y conocimientos que el resto de niños, cuyas familias eran más
modestas culturalmente hablando, no tenían. Fui a la universidad a estudiar
Filosofía porque me apasionaba Niestche y todo lo que tenía que ver con él, y
conocí a Olivia. Olivia fue mi pareja durante el último curso de la carrera y
el año del Máster. Cuando acabé el Máster, las calificaciones no fueron las que
esperaba porque la dureza de mis profesores y la subjetividad del tema hicieron
que mi nota fuera baja en comparación a las de mis compañeros y a las de años
anteriores. Entonces, desmotivado, en busca de un trabajo que en estos años de crisis
y más con una carrera tan “rara” era imposible encontrar, Olivia me dijo que
hiciera alguna locura, que me dejara llevar, que rompiera con quien era para
descubrir quién era en realidad. Así que decidí tatuarme. No era una decisión
propia de mí, que cuando tenía que vacunarme sufría hasta que me encontraba a
cien metros del hospital, pero era justo lo que buscaba. O eso creí. Fui a un
sitio que me recomendó un amigo, y elegí tatuarme la palabra aire, que incluye
las iniciales de mis padres y mis abuelos. A de Ana, mi madre y su madre, i de
Ignacio, el padre de mi madre, r de Remedios, la madre de mi padre, y la e de
Eduardo, mi padre y su padre. Me lo hice en la muñeca, en unas letras elegantes
que se enlazaban unas con otras, y volví a casa orgulloso para enseñárselo a
mis padres. Olivia no lo había visto aún. Mis padres, montados en cólera, me
dijeron cosas que iban desde que si yo era un delincuente hasta que con eso así
jamás encontraría un trabajo. Y me echaron de mi casa. En un primer momento creí
que era una broma, un castigo de un rato y que ya se les pasaría, pero pasada
una hora en el escalón de mi casa de la calle Relator, mi madre salió con mi
maleta. «Te he metido los títulos, tus tarjetas y un poco de dinero. También
tienes un bocadillo de tortilla para que no pases hambre», me dijo mi madre, me
dio un beso en la frente y cerró la puerta. Estuve un rato bloqueado hasta que
decidí ir en busca de Olivia, que pese a alabar el tatuaje de todas las formas
posibles, me dijo que no podría quedarme en su casa. Ella vivía con su hermana,
pues eran de Huesca de nacimiento pero ambas estudiaban allí. Solo, decidí ir a
la estación y coger un tren a Madrid, la capital, donde buscaría mi oportunidad
en la universidad, pero mientras sacaba el billete perdí la maleta. Cambié el
billete para dos semanas después con el propósito de hacer las paces con mis
padres o, al menos, encontrar la maleta, pero los dos objetivos han dado
negativo. Llevo dos semanas viviendo en la calle, intentando por todas hablar
con mis padres, pero me evitan, y los últimos dos días estoy aquí, intentando
encontrar mi maleta, pero los seguratas no me dejan entrar siquiera. Y, gracias
a ti, he visto que no está aquí. Al menos lo intenté.
Vi
que Amalia lloraba, y, sin dejar que la conversación siguiera, volé hasta la
sala de objetos perdidos en busca de la maleta. No estaba donde la había visto
por última vez, pero luego de un rato la encontré. Aquella maleta era más
importante para ese muchacho que cualquier otra cosa en el mundo en aquel
momento, y yo tenía en mi poder el que la encontrara o no. La cogí y la llevé
al servicio, dejándola escondida en el último lavabo, y me fui a la puerta a la
espera de que necesitar entrar a orinar. Tenía que mantenerme allí para que no
encontrara la maleta nadie más.
Amalia
se había ido y ya estaba de nuevo en su puesto de trabajo, con los pómulos
hinchados y los ojos rojos. El chico seguía sentado, con un libro que supuse le
había regalado la chica. De pronto lo vi levantarse y dirigirse al servicio. Yo,
que estaba allí y era perro viejo, sabía dónde las limpiadoras guardaban los
carteles de “fuera de servicio” para los váteres que estaban estropeados y puse
uno en cada uno de los cubículos, dejando libre únicamente el último, que eso
donde yo había puesto la maleta.
El
resto es historia. Miguel, llorando, salió del servicio con su maleta y corrió
al encuentro de Amalia. Esa noche, el chico se fue con la chica y ya no volví a
verle. No sé si cogió ese tren, pero prefiero pensar que lo que empezó como un
gesto de solidaridad y humanidad se convirtió en el inicio de una bonita
historia. Y ¿quién sabe dónde estarán hoy Miguel y Amalia? A lo mejor se han
casado y el amor, al final, ha triunfado. Como le dijo el chico a la chica en
aquella mesa del McDonals, a partir de aquel día decidí que un pensamiento
positivo siempre ocuparía mi mente, y que la maldad no existe hasta que se
demuestra lo contrario.
-FIN-
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