jueves, 31 de marzo de 2016

Un día nuevo en un pueblo no tan nuevo

Con el lunes llegó el silencio, y no un silencio cualquiera, sino un silencio esperanzador. Se callaron las metrallas, los gritos reprimidos y los llantos ahogados de cuantos hubieron de sufrir aquél ataque. Bajo un manto de estrellas, descansaba el horror de la guerra, al fin, esperando un nuevo día.
El nuevo día traería nuevas caras, llenas de alegría y honestidad frente al horror que incluso los verdugos de la verdad traían dibujado en sus faces. Días de espanto daban pie a días de reconstrucción, y no solo de la civilización, sino también de una forma de vida. Aquel nuevo día también traía consigo nuevos valores, nuevas metas, nuevas ganas.
Pero también nuevos acertijos. Qué había sido lo que había detonado la guerra que acababa de anochecer y si una barbarie así podría volver a originarse de alguna u otra manera inquietaba la mente de quienes ya tenían el miedo habitándoles.
Una voz se alzó al nuevo día, fuerte y rotunda, pidiendo el poder a cambio de la garantía de un nuevo mundo en paz. Prometía la extirpación de las ideas bélicas y del sentimiento de odio. Todos vitorearon.
Se alzó, al día siguiente, una nueva voz, temprana, fresca, que pedía el poder para sí y para la juventud del pueblo. Basaba su ideología en que las ideas arcaicas volverían a traer la guerra, y que solamente nuevas ideas podrían cambiar la historia del pueblo. Anunció un comité formado por cuatro estudiantes de diferentes campos para que cada uno asumiera el poder de su especialidad y, entre todos, gobernar. El que el día anterior fue vitoreado, fue engullido por la masa que aplaudía a los jóvenes.
Pero, al tercer día, llegó una nueva voz, adusta e imperativa, que no pedía el poder, sino que instaba al pueblo a erigirse sobre sí mismo mediante el autogobierno. Cada individuo se gobernaría a sí mismo y el gobierno de todos determinaría el destino del pueblo. Los que el día de antes aplaudieron a la juventud entusiasta, hoy se dieron media vuelta y volvieron a sus casas. La idea se asumió desde un primer momento y cada cual se gobernó según quiso.
Los primeros días la nueva política anti-política dio la razón a quienes la defendieron. Cada cual trabajaba para sí y para los suyos y el pueblo empezó a recuperarse de la barbarie. Las casas fueron limpiadas y restauradas. La vegetación del pueblo volvió a la vida y dio paz al pueblo. Nuevos niños nacieron y un violinista aprendió nuevas sintonías de alegría. Los hombres sonreían a sus esposas, las esposas sonreían a sus vientres. El agua de los pozos volvió a ser transparente y las calles limpias. Volvieron los pájaros y las nubes dejaron paso al sol.
Al quinto día todo cambió; empezaron las luchas de poder. En varios lugares del nuevo pueblo se desarrollaron reyertas por el bien propio; cada uno de los contrincantes pedían para sí algo que creían necesario y, como el otro también lo consideraba así, peleaban por ver quién merecía el trofeo, ya fuera necesario o no. Estas reyertas trajeron otras consigo y el egoísmo limpio que había caracterizado este nuevo orden sus primeros días se volvió oscuro; cada ciudadano quería no solo lo necesario, sino lo mejor, y después ya no solo quería lo mejor, sino todo.
Con el paso de los días la situación se volvió insostenible, y las mentes más ambiciosas se autoproclamaron dioses y pedían que todo lo que hicieran fuera venerado. Algunos cayeron en la trampa de estos nuevos gobernadores, dejándose influir por las ideas de grandilocuencia y el poder dejar de luchar contra todos en soledad. Se formaron los clanes. Los clanes pronto empezaron a luchar con los otros clanes por el territorio, los elementos de necesidad y el poder total.
El gobierno del pueblo se convirtió en una lucha de egos y, lo que se estaba intentando evitar desde un primer momento fue justo lo que se consiguió. La guerra volvió. Los clanes se hicieron con armas y el desastre se desató.
Volvieron los días grises, las noches sin estrellas, la desesperanza. Volvieron la sangre, el horror, los escondites. Una madre que corre con su bebé en brazos y lo guarda en una tinaja antes de huir de su hogar, antes de ser capturada y brutalmente asesinada. ¿Qué será de ese bebé? Unos niños que juegan tranquilos a rayuela y que son ametrallados ante la mirada de sus padres sin cuerpo. Violines que aceleran el ritmo de sus notas, tiempo que se detiene. Una bomba, otra y otra más. El viento que no cesa parece traer cada vez más mal. Una casa vacía, llena de sangre y muebles que lloran en silencio tras ver lo que el pueblo es capaz. Una pelota que bota, sola, en busca de alguien que la quiera patear. Un columpio que se balancea, solo, creando música siniestra con el chirrido de sus cadenas. Un árbol sin hojas y un oficial ahorcado; su clan atacaba y él no quería pelear más.
Miedo.
Horror.
Pavor.
Nadie escapa del destino del pueblo.
El que quiso ser gobernante y evitar los sentimientos bélicos ahora era líder de un clan. Los jóvenes que querían dar nuevas ideas al pueblo estaban muertos, acribillados los unos por los otros, creyendo que el yo era más importante que el grupo y queriendo el poder de su clan por encima de todo. Peste.
Y con el lunes volvió el silencio. Pero esta vez no traía esperanza, sino dolor y podredumbre. Las calles surcadas por ríos de sangre y cadáveres sin cabeza. Niños que juegan a tomar el té pero no tienen boca por la que beber, ni ojos con los que ver la taza, ni orejas con las que escuchar lo que dicen los demás.

«No hay nada más cruel que el silencio», se dice un anciano que aún vive. «Y que lo digas», le susurra una brisa, y el anciano muere. Era el último superviviente de un pueblo que estaba destinado a morir.


-FIN-

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