Al
final, como con el amor, para vivir hay, a veces, que saltar desde un trampolín
desconociendo qué hay debajo, sin mirar lo que haya pasado anteriormente y confiando
en que quienes te han acompañado antes del salto lo harán durante todo el
recorrido. Mi salto, como ya sabéis, fue venirme a Sofía y obvio que tuve
miedo, que pasé días de una agonía interna casi imposible de disimular y
estirando al máximo los segundos, los minutos, las horas. Lloré cuando tuve que
abandonar mi familia y amigos pero tenía esperanza en lo que habría al otro
lado.
Tras
un viaje accidentado, con un percance el metro de Madrid, un despertador que no
sonó, unos kilos de más en la maleta, un retraso de dos horas y un inglés
sentado detrás de mí que no paraba de hablar a gritos con sus amigos y de darme
cabezazos en el asiento, de repente miré tras la ventanilla y vi cómo toda la
nieve cogía forma de ciudad y unos edificios que jamás había visto ni imaginado
se abrieron ante mí. Aterrizamos y, de repente, todo era diferente. Antes no
había visto nieve en mi vida.